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25 de junio de 2017

Crónicas Oscuras de un Hospital Venezolano (II)


«Un hospital es un imán que, necesariamente, tiene que atraer situaciones especiales. Y no puede ser de otra manera, pues en él confluyen muchas formas de energía del juego de la vida.

Por otra parte, cuando se acepta el reto de ser trabajador de la salud, es necesario amar lo que se hace y uno se inmiscuye con mayor o menor sensibilidad y emocionalidad, en casi todo lo que sucede al rededor.

El Hospital, es el espacio. La salud, el asunto. La vida, la razón.

Lo oscuro se ha convertido en predominante, “normal” y aceptado. Lo que ayer asombraba ahora es tan común como no encontrar algodón ni inyectadoras en ningún hospital publico. Tan “racional” como evitar y eludir a algunos pacientes porque huelen mal, o están en fase terminal, “son locos” o padecen un mal contagioso, porque estos pacientes significan un alto riesgo para la salud de quien o quienes se acerquen a ellos.

Crónicas Oscuras de un Hospital Venezolano, de los Doctores Arnaldo Sánchez y Pedro “PTT” Lizardo, es una pequeña muestra de estas situaciones. Es imposible narrarlas todas, porque en cada nueva guardia puede sumarse una más…»


¡Y qué… Jimmy! 


Hace cierto tiempo apareció en mi Hospital un niño con convulsiones (“combustiones”, como dice César). Cada “combustión” quema células cerebrales, cada espasmo involuntario de la Epilepsia es otra huella en aquel maltratado cerebro.

El “chamo” en cuestión se fue quedando en el Hospital sin vivir en él, sin estar hospitalizado. Cada vez que convulsionaba volvía a la Emergencia de Pediatría, pasaba algunos días allí, bajo control, sin preocupaciones, y regresaba. Se lo llevaba alguien, no se si su mamá; pero era entregado a algún adulto “responsable”.

El “chamo” venía y se iba; volvía a “combustionar”, era dado de alta y reaparecía por el Hospital. Ya se sabía que era de una localidad llamada Santa Barbara y que no estaba abandonado, al menos en lo visible.

Empecé a notar que lo veía en todas las guardias; se fue metiendo en la vida del Hospital y nos acostumbramos a su presencia en este sitio, como si nada; ahí simplemente, creciendo y viéndonos como parte de su escenario. Se convirtió en una presencia lenta (con esa lentitud melosa que marca al epiléptico con déficit mental) y conoció los más grises recovecos de las noches y los días del Hospital. Nos acompañaba en el comedor, donde siempre conseguía algo, y desaparecía.

Se iba, venía, crecía… y no avanzaba.

La última convulsión no fue pediátrica, ya había pasado los doce años y su manejo fue de mi área: la Medicina Interna; porque en Venezuela hay un vacío enorme en la asistencia medico-psicológica del adolescente. Entonces me di cuenta que el muchacho lento y solitario ya no cabía en una cuna y que ahora estaba allí: entre ancianos, malandros, diabéticos, cardiópatas, suicidas, atracados y atracadores, presos y libres enrejados. En fin, entre nosotros… los que morimos lentamente en los dolores de los adultos.

Por supuesto, la “combustión” no lo quemó completo. Y esa tarde, al pasar la revista, me miró y, en ese sopor que debe producir el regreso desde los extraños parajes visitados hasta el mundo de tres dimensiones, me soltó:

—¡Y qué… Jimmy!


Esa loca está muerta


Cada día hay más locos deambulando por nuestros pueblos, ciudades, avenidas y callejones. Cada día son más sórdidas y pobres las Instituciones Públicas (y privadas también) que se encargan de albergar a estos venezolanos. Verdaderos macro depósitos de seres humanos… cárceles para la libertad de la esquizofrenia.

Cerca de mi Hospital hay un sitio de estos.

Una noche, mientras revisábamos el área de Emergencia para ir a descansar, encontramos sobre una camilla a una mujer joven, con el aspecto clásico del habitante de un campo de concentración (los de antes y los de ahora).

Ella era, a todas luces, huésped de uno de esos antros institucionalizados… y agonizaba. Tenía el color pálido violáceo de la muerte. Respirando con suspiros aislados, trataba de retener la vida que se la escapaba.

Al parecer, la habían encontrado los vigilantes del manicomio luego que un compañero de los caminos torcidos de la locura, la metió en un pipote de agua sucia.

Lo verdaderamente triste es que a su lado, viendo como moría, estaban dos médicos (“¿se les puede llamar así?”) jóvenes, en actitud contemplativa y sin asistirla.

Inmediatamente les pregunté:

—¿Qué pasa?… ¿Por qué no actúan?

La respuesta vino de inmediato:

—Tranquilo PTT, es una loca y está casi muerta.

—¡¡Qué bolas!!, dije. Y los empujamos a ambos: hombre y mujer, verdugo y “verduga”. En ese momento hicimos lo que era necesario para atenderla.

Por esas extrañas razones que hacen duros a los débiles, fuertes a los tristes y alegres a los desamparados, la mujer no solo vivió sino que, al cabo de las dos o tres semanas que estuvo en el Hospital, egresó menos flaca, caminando sin titubeos, menos loca y hasta bonita.

De alguna manera ella se hizo mejor persona; mientras que aquellos médicos deben estar en cualquier clínica del país, haciendo billetes y desastres; pero como el agente 007… con licencia para matar.

Quizás sea por estas cosas, por lo que hay momentos en los cuales deseo estar más loco e inventarme un mundo sin tanto dolor. Entonces me acuerdo de los doctores-jueces-verdugos- y me provoca meterlos en algún pipote de mierda.


Perdóname… por favor


En la tarde algunos conocidos habían traído a José y lo dejaron en Sala de Emergencia.

El aliento etílico tenía mareado al grupo de Internos de Pre-grado que lo atendían y cuando llegué a ver el caso, arremetí con todas las explicaciones fisiológicas y fisiopatológicas del efecto del alcohol.

—Ya verán como eliminamos la toxicidad del radical etílico, les dije a los Bachilleres y ordené a la enfermera las indicaciones pertinentes.

Varias horas más tarde cuando fui a ver el resultado del tratamiento, antes de llamar a los Internos y seguir con la enseñanza, encontré a José sentado en la camilla y mirando al suelo.

—¿Cómo te sientes José?, pregunté.

¿Y cómo me voy a sentir, Doctor?… ¡Me quitaron mi pea!, dijo mirándome a la cara. Y continuó después de algunos segundos, —mire Doctor, yo trabajo duro de lunes a viernes, apretando y viéndose las manos. —Mi mamá está enferma en cama y yo soy el único que la mantiene. Mi mujer se fue porque al niño lo mató un malandro y ella me echó la culpa. Le caí a “coñazos” a otro malandro y me llevaron preso. Cuando salí me habían robado todo en el rancho.

Se quedó callado y yo comencé a pensar en lo fácil que resulta en ocasiones, diagnosticar y tratar un caso cuando se le ve solamente como una enfermedad. En realidad, habría que tratar la Sociedad, las Instituciones y la conciencia de todos.

—A veces, prosiguió, cuando voy por la calle, veo una mujer y me arrecha; veo un policía y me arrecha más; veo un niño y me arrecha y si me pasa un perro por el lado… le suelto una patada. Y bajando un poco la voz y la mirada, me dijo: —A veces me dan ganas de matar… ¡Sí, de matar!…

¿Qué podía decirle yo?

Lo único que se me ocurrió fue ofrecerle un billete y tratar de disculparme:

—Coño viejo perdóname… Anda vete… y trata de agarrar tu pea otra vez.


A la memoria del buen amigo


(Al recuerdo de Rafael Ovidio)

Así como hoy, cuando la historia se arruga; así, con este simple dolor que pertenece a tanta gente, debo escribir unas lineas sobre mi carne quemada, para hablar de ellos… para sentirte en la ausencia.

Debo empezar con la historia que respira en los hospitales. Debo pensar en nosotros, en este espacio chiquito, con la tremenda responsabilidad que siempre se nos ha entregado: el privilegio ciego de tener que decidir.

Digo que nos obligaba la tarea por cumplir, sin decirnos nada; como pasar la telaraña del dolor; malabaristas del sufrir ajeno o inventores de la solución que resuelve poco.

Quiero explicar lo que no sé o lo que se me olvida. Quiero llorar y no es suficiente. Quiero volar y no tengo aire.

Quiero abrazarte, de “pana”, en este ahora cuando recuerdo como moría tu horizonte y quedabas en la tierra, entre paredes de tabla y cemento. Y cerca de ti, eran sangre tus hijos y tu mujer.

¡Bueno… te arrancaste!… pero yo debo testimoniar:

…Que le diste un tono auténtico a la amistad.

…Que aprendiste que vivir entre dolores no es fácil.

…Que vas a hacerme falta cuando caiga el Magallanes.

…Que no te vas a poner triste cuando invente tragedias.

…Que ahora sé porque un sábado siempre pesó en tu angustia.

…Que ya empezaste a hacer notar tu ausencia.

…Que siempre estarás cerca de la Nueva Medicina.

Y que en esta madrugada de agosto…

¡Me voy a “quebrar” si sigo hablando de ti!


Canción de cuna


—¡DENME A MI HIJO!

—¡DENME A MI HIJO!, le gritaba a la noche María en la Sala de Partos.

María había llegado aquella tarde al Hospital. Quizás olvidó, a sus 35 años y ocho del parto anterior, la importancia de “romper fuentes”. Y cuando esto le sucedió dos días antes, siguió con su rutina de vida.

Sin embargo, hoy el malestar y la fiebre no la dejaron tranquila y, portando su inocente gravedad, se fue a consultar.

– R.P.M. (Ruptura Prematura de Membranas).

-Infección.

-C.I.D. (Coagulación Intravascular Diseminada) fue el diagnostico.

Y comenzó a sangrar, haciéndose obvio su estado crítico.

Todos sabían que el feto estaba muerto, menos María. Y se indicó la inducción del parto.

Cuando parió, su hijo era una masa verdosa y maloliente donde apenas se adivinaban los rasgos. Y todos tragaron su asco ante el dolor, las lagrimas y las palabras delirantes de María moribunda.

—¡DENME A MI HIJO!

—¡DENME A MI HIJO!, le gritaba a la noche María en la Sala de Partos.

Dos manos enguantadas le colocaron aquella cosa podrida entre sus brazos y ella, sangrando por los ojos, la nariz, la piel, comenzó a arrullar a su hijo en una vacilante canción:

—Arrurrú mi niño…

—Arrurrú mi amor…

Aquella noche asombrosa, más allá del silencio y de las lágrimas del personal que la atendía, María se fue a buscar a su hijo perdido entre los rincones de la casualidad y la mala suerte.