El sol de la mañana del 17 de diciembre irrumpió sobre la Quinta San Pedro Alejandrino con una luz amarilla, lánguida, que se filtraba entre las hojas de los árboles. No era el sol triunfal de Boyacá, sino un sol taciturno, como un presagio mortal que flotaba sobre las palmeras. En el aposento humilde de aquella casa yacía el hombre que había cabalgado sobre los Andes, ahora un espectro de sí mismo, consumido por la tisis devoradora.
El doctor Révérend, con la frente perlada de sudor y una mueca apretada de dolor, observaba el pulso que se desvanecía. Sentía el silencio denso y pastoso, presagio de la inminente tragedia; un silencio solo roto por el tintineo monótono de una cucharilla contra una taza, donde el doctor preparaba inútiles estimulantes.
Bolívar, el otrora trueno de Carabobo, era ahora un susurro débil. Su respiración, un hilo escaso y sibilante, se esforzaba por capturar un poco de aquel aire caliente. Su mente delirante, sin embargo, parecía batallar en otra dimensión. Abrió los ojos, dos ascuas apagadas en el pálido rostro:
—¡Vámonos! ¡Esta gente no nos quiere! —ordenó con una voz que, aunque quebrada, conservaba el eco de mando de un general.
Sus ojos se fijaron en un punto invisible más allá de la ventana, observando el mar que lo había traído hasta allí.
Era la una y tres minutos de la tarde. El sol de la costa se había elevado hasta su cenit, pero en aquella habitación la luz se retiraba de golpe. El último aliento fue un gemido callado. Afuera, entre las palmeras, un cristofué cantó fuerte, ajeno a aquel drama.
El Libertador, el “Hombre de las Dificultades”, finalmente encontró la paz. Los héroes, a veces, necesitan morir dos veces: una en el alma, viendo desvanecerse la obra, y otra en el cuerpo. Aquella tarde de diciembre, también la Gran Colombia agonizó junto a su creador, dejando un vacío profundo y helado en el corazón de América.
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