En los Valles del Tuy, en noches de luna llena, los abuelos del pueblo cuentan con voz temblorosa, y los jóvenes escuchan con ojos abiertos y temerosos, la historia del carretón del diablo, una carreta maldita que atraviesa la noche como presagio de desgracia e infortunios, arrastrada por caballos negros y esqueléticos, cuyos cascos resuenan como truenos sobre la tierra reseca.
Los más viejos, relatan, que en los postreros días de enero y los albores de marzo, un ronroneo misterioso rompe la quietud de las madrugadas ocumareñas. Es la carreta del diablo, dicen, una carreta espectral tirada por cuadrúpedos calavéricos, cuyos cascos resuenan con la melancolía del tiempo. En el Calvario, desde el sector La Curva de los Mereyes, como un viento fantasmal, se desliza por las calles polvorientas. Atraviesa, lo que una vez fue El Porvenir, ese camino donde hoy está la escuela Mercedes de Pérez, luego con un eco que se aferra a las paredes, desciende por las Dos Rosas, para finalmente desvanecerse en la Calle de la Cruz, antes conocida como Matanza Vieja. La carreta es puntual en su recorrido y si alguien osa asomarse para desentrañar el misterio solo encontrará el abrazo gélido del silencio y la oscuridad impenetrable de la noche oscura.
Las ruedas del carretón crujen con un ruido desgarrador, como si el tiempo mismo se quejara de su paso. A veces, el vehículo aparece envuelto en llamas que no consumen, otras veces en una neblina espesa y fría que parece tejida con los quejidos de las almas en pena. Conducido por un ser de ojos ardientes como brasas, que guía el carruaje con manos huesudas en un gesto de eterna condenación.
En los pueblos del Tuy, cuando el sol se oculta y las sombras se alargan en la penumbra de la noche, los campesinos cierran las puertas de sus casas y rezan un Padre Nuestro. Saben que el carretón del diablo recorre los caminos solitarios y los cruces de montaña, donde el viento susurra canciones de lamento.
Su aparición es un augurio de calamidades, enfermedades que arrasan como incendios, muertes repentinas que dejan luto en las casas, o accidentes que rompen el hilo de la vida.
Dicen que el diablo, con su voz ronca como proveniente de un abismo, ofrece un “viaje” a los trasnochadores, a los hombres que vagan ebrios por las calles, a los perdidos en los vicios y el pecado. —Sube, les dice, y aquellos que aceptan desaparecen para siempre de este mundo, llevados al infierno en un viaje sin retorno. Otros, más afortunados, escapan con el alma en vilo, contando historias de ruedas que rechinan, de sombras que se mueven como seres vivos, de una presencia que les hiela la sangre.
El carretón aparece en las madrugadas, cuando el pueblo duerme y solo los débiles faroles parpadean como ojos cansados. Los accidentes inexplicables, los ruidos que no tienen origen, las sombras que se desvanecen al girar la esquina, todo se atribuye al paso del carretón maldito.
Los abuelos cuentan que en los tiempos de la colonia, estas tierras eran vastas haciendas de café y cacao, bulliciosas con el ajetreo de los peones. Y el peregrinar de la carreta, aseguran, no es otro que el eco de un arriero atrapado en el tiempo, una sombra errante que revive los funestos sucesos de la masacre de Ocumare en 1814. Las fechas de su aparición, misteriosamente, coinciden con ese fatídico momento. Para otros, el carretón es un castigo divino, una advertencia contra el vicio, la soberbia y la desobediencia. En las noches de luna llena, cuando el viento sopla con fuerza, siempre se oye a algún anciano de estos parajes, aconsejando a los muchachos: —“No salgan, esta noche el diablo anda suelto”.
Hay quienes creen que el carretón es más que una simple leyenda. Algunos hablan de un pacto fallido con Satanás, de un hombre que vendió su alma y ahora vaga eternamente por los caminos, condenado a pensar en su error eternamente.
En la cultura y tradición popular, el carretón del diablo es un símbolo de la riqueza narrativa venezolana, un puente entre el misterio rural y los temores humanos.
Más allá del terror, la leyenda encarna lecciones sobre ética y comunidad. Es un espejo que refleja los miedos y los valores de un pueblo, un recordatorio de que las acciones tienen consecuencias, de que la noche esconde secretos que es mejor no descubrir.
Y así, en los Valles del Tuy, donde los cerros se pierden en el horizonte y los caminos se entrelazan como hilos de un tapiz, el carretón del diablo sigue deambulando, llevando consigo historias de miedo, y arrepentimiento. Porque en cada relato, en cada susurro, en cada mirada furtiva hacia la oscuridad, la tradición oral se mantiene viva, como un fuego que nunca se apaga.
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