Finales del 78, el sol implacable caía sobre los techos de las casas de Quiripital, pueblo donde Rosa vivía. Rosa era una mujer de manos curtidas por el trabajo y ojos inquietos que guardaban historias secretas. Era sabia como son sabias las abuelas que predicen la lluvia por el dolor de los huesos, pero, inocente como las niñas que aún creen en los milagros de los ciruelos en flor. Trabajaba desde que el gallo rasgaba el alba con su canto, y sus pies descalzos conocían la tierra mejor que los surcos del maíz.
—¡Rosa!— gritaban los niños cuando pasaba, porque ella siempre llevaba en el delantal caramelos de dulce de leche y cuentos de espantos.
Pero también callaba. Callaba cuando el marido llegaba con el aliento espeso de aguardiente y los puños cerrados. Callaba cuando las vecinas murmuraban que "una mujer sola no es nadie". Sin embargo, en su silencio había tormentas y canciones.
Una mañana, mientras amasaba pan, una muchacha del pueblo, Lucía, llegó llorando porque su novio la había abandonado.
—¿Y ahora qué será de mí?— preguntó la joven, con la voz quebrada.
Rosa, sin dejar de trabajar, le respondió:
—Mira, hijita: la mujer es como el río. A veces lleva aguas tranquilas y otras crecidas bravas, pero siempre llega al mar. Nos conformamos con nada, pero lo aguantamos todo. Somos dulces como la miel y saladas como las lágrimas.
Y así era Rosa. Fuerte como el hierro cuando cargaba leña, suave como el viento cuando arrullaba a los enfermos. Orgullosa como una reina frente a los cobardes, humilde como la tierra cuando la vida la pisoteaba.
Una tarde, el pueblo se incendió. Las llamas bailaban como diablos sueltos, devorando casas y recuerdos. Todos corrían despavoridos, pero Rosa se quedó. Con sus manos, sacó a los niños de la escuela, arrastró a los viejos que no podían caminar y, cuando ya no quedaba nadie, se derrumbó en el camino, agotada.
—¿Por qué lo hizo, señora?— le preguntó el médico después, mientras le vendaba las quemaduras.
Ella solo sonrió, con esa sonrisa que guardaba secretos de siglos, y dijo:
—Porque soy mujer. Y la mujer es el amanecer que siempre vuelve, aunque la noche quiera apagarla.
Y el pueblo entendió entonces que Rosa no era solo una morena delgada y cansada. Era la luz de las madrugadas, la estrella fugaz que ilumina aunque sea un instante, el todo y la nada.
Porque la mujer, al fin y al cabo, es el universo entero contenido en una mirada.
Tu prosa me encanta, es sabrosa... Me es inevitable no terminar de leer una de "tus historias"... Te abrazo, mi querido amigo.
ResponderEliminarGracias, mi querida Dra. Yanira. ¡Siempre en mis recuerdos! Saludos a Guillermo y a Arnaldo. Dios los bendiga.
ResponderEliminarHay historias que, cual susurros del viento, parecen nacer de la nada, sin dueño ni asiento. Mas no son huérfanas, aunque un velo las cubra,
ResponderEliminarpues en cada alma que las teje, su esencia perdura.