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13 de octubre de 2025

Un Cuento de Memoria y Sangre

     El sol, implacable, se derramaba sobre el Valle de la Niebla, bañando los techos de teja y las fachadas descoloridas de las humildes moradas. Era 12 de octubre. No había fiesta. Solo el peso del aire, espeso como el atole de maíz, y el eco silencioso de un grito que se negaba a extinguirse.

     Doña Mercedes, la Matrona del caserío, estaba sentada bajo un yagrumo centenario en el frente de su casa, a la orilla del camino. Su rostro, como un mapa de arrugas y sabiduría, era el archivo vivo de la comunidad. Hoy no tejía; solo sostenía entre sus manos callosas una pimpina de barro sin pulir, como si contuviera en ella el peso de todos los siglos.

     "Mira, hijo," susurró a su nieto, un niño de ojos profundos llamado Mauro, "mira esa palma real, erguida y altiva. ¿Crees que llegó sola? No. La trajeron, como a la caña de azúcar, para que diera dulzor a la boca del amo y amargura a la nuestra".

     Mauro jugaba con un trozo de piedra pulida, un legado de sus ancestros. Preguntó: "¿Por qué dicen que vinieron a descubrirnos, abuela? Si nosotros ya teníamos nuestros caminos trazados, nuestros dioses en el aire y nuestras cosechas contadas?"

     La anciana suspiró. Y ese suspiro fue un sonido que vibró en el alma, como un tambor lejano, un recuerdo de dolor. "No fue un descubrimiento, mi niño. Fue una invasión, tres rayos con forma de carabelas. Antes de 1492, éramos un mosaico de estrellas: el gran imperio del Quetzal con su política tan compleja como las raíces del mangle. Teníamos todo lo que necesitabamos, un mundo nuestro".

     "Pero la llegada, fue una masacre en cámara lenta". Ellos trajeron el hierro y la cruz, una dualidad asesina. El hierro para matarnos el cuerpo; la cruz para el alma. Millones de almas, se volvieron humo efímero por sus arcabuces.

     Nuestros altares fueron hechos polvo, mientras las lenguas se ahogaban en sus confesionarios. La religión, Maurito, no fue fe; fue un grillete disimulado para justificar la servidumbre. El 'encuentro de culturas' es la miel en el veneno, la lápida que tapa el sepulcro."

     "Y por si fuera poco el despojo de la tierra y la sumisión indígena, vino el segundo diluvio," sentenció con voz grave. "Doce millones de almas arrancadas de la piel de África, cruzaron el mar en las bodegas de galeones negreros que eran ataúdes flotantes. El 12 de octubre también  fue la marea negra del tráfico transatlántico de esclavos. Mira, querido nieto, el cemento de esa 'modernidad occidental' que tanto alaban, está hecho con los huesos calcinados de esclavos. Sin esa barbarie, no habría riquezas europeas. La blanquitud y la pureza de sangre que tanto pregonan es solo la máscara de la codicia, la coartada intelectual para justificar que unos nacieron para mandar y otros para ser pisoteados. "La discriminación racial no es un accidente, mi niño, es la columna vertebral del sistema".

     Mauro miró a su abuela. Ella le mostró la pimpina de barro. "¿Crees que se fueron con la independencia? Eso es una ilusión en el papel. El colonialismo aún existe, es un vampiro moderno. Antes se llevaban el oro billante y la plata. Hoy, se llevan el litio, el coltán, y el oro negro. La forma cambió, el fondo, sigue siendo el mismo. La extracción y los aranceles impuestos son las nuevas encomiendas, los latifundios invisibles de las multinacionales".

     La abuela señaló un viejo árbol de guayaba con el tronco torcido. "Mira ese guayabo. Está torcido pero no caído". Así somos nosotros. La pobreza de nuestra gente, la desigualdad que nos azota, la herida que sangra en los cuerpos de las mujeres y los pueblos es el resultado directo, el síntoma físico de siglos de saqueo y exclusión."

     La anciana se levantó y su sombra se dibujó en la tierra contra el sol poniente. "No, hijito, el 12 de octubre no es una fiesta. Es un símbolo agrio, el recuerdo de una herida que aún sangra. No necesitamos 'Hispanidad'; necesitamos memoria viva. Hoy es el día de la Resistencia y de la Dignidad Afroindígena. Recordar no es odiar; es trazar la verdad para que el futuro no sea una repetición del pasado. La justicia empieza por nombrar las cosas como son, con su verdadero nombre".

     Puso la pimpina de barro en las manos del niño. Mauro sintió su peso, un peso ancestral que no era liviano. La piedra pulida brilló un momento, reflejando su rostro decidido. Mauro, ya no era solo un niño, sino el heredero de la verdad. El eco del yagrumo no era tristeza, sino la promesa de la reparación en cada fibra de su sombra.

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