La tarde se estiraba, perezosa y dorada, sobre el pueblo, y una suave brisa traía el aroma del café recién colado, ese olor a vida lenta que se pega a las conciencias tranquilas. En el pequeño corredor de la casa, a la sombra amable de un viejo almendrón cuyas hojas se desprendían y susurraban secretos al viento, estaba mi padre.
Mi padre no era un hombre robusto, pero sí de carácter inquebrantable: a las seis de la mañana, su taza de café tinto, su cigarrillo marca Belmont "King Size" y un profundo silencio. En ese momento, se sentía el rey del mundo, distraído en la plácida tarea de ver pasar las nubes de la mañana, dueño del reconocimiento tácito de una vida sin grandes faltas ni estridencias.
Pero una tarde, algo diferente ocurrió. Mientras se alisaba el bigote —una pequeña vanidad de guerrero antiguo—, notó que el espejo de la sala, como testigo mudo y polvoriento, lo miraba disimuladamente. No era el cristal empañado, era la Vejez.
Esta no llegó con trompetas en el fragor de una batalla, sino, como dice el poema, lentamente, inevitable y serena. Se había instalado en el espejo como un huésped silencioso que no pide permiso, sino que simplemente se instala. Y empezó, sin prisa, su faena con los primeros bosquejos.
El primer trazo fue sutil. De pronto, mi padre se vio un mechón más claro, no de luz, sino de plata pura sobre la sien. "Con unas hebras de plata, el tiempo me pintará los cabellos..." recitó su memoria, citando un verso que no sabía que conocía. Luego, notó en el cuello, justo donde la corbata, siempre pulcra, ejercía su presión: una línea, un surco fino como la firma de un sastre sobre la tela de su piel.
La transformación no era solo externa; se sentía como un cambio de estación dentro de él. Sus antiguos caprichos de juventud, ese afán por la aventura y el riesgo, ahora se habían decantado en una especie de paciencia moral. Sintió cómo aumentaban sus incertidumbres e inquietudes.
Y el toque final de esa tarde: sobre la mesa en el centro de la cocina, el paquete de regalo de su hijo mayor. Un par de anteojos de lectura. Al ponérselos, el periódico se hizo dolorosamente más legible. Las letras ya no se le escapaban, pero las noticias ahora lo hacían sufrir con una claridad inmediata. La Vejez le había dado una lupa para ver mejor las penas del mundo.
Los meses se apretujaban unos sobre otros como cartas enviadas y olvidadas. Su amigo, el joven Dr. Lizardo, un hombre con alma de poeta y cara de vagabundo, fue el siguiente cómplice de la Vejez.
El doctor, le dijo a mi padre, con esa seriedad que solo dan la experiencia: "el cigarro ya no va". "El catarro, me temo, viene ganando terreno".
Y así, con la aceptación de las palabras del médico, aceptó la vejez como un nuevo compañero de viaje. Mi padre fue podando los placeres y las libertades con una admirable destreza.
La Vejez le quitó a sus manos toda su antigua firmeza. Ahora estas temblaban un poco al sostener la taza, como las hojas del almendrón al final del verano. Mi viejo, de repente, se convirtió en un gran conversador; leía mucho, recostado sobre la cama con la suave, cálida y, a su juicio, ridícula pijama nueva que le había regalado mamá.
Día tras día, aumentaba su demanda de atenciones. Un dolor en las rodillas que le recordaba, sin falta, que el clima estaba por cambiar. La Vejez era, sin duda, la más dura de las dictaduras.
Pero mi padre no se rendía al pesimismo. No del todo. Recordaba sus años de juventud, nos contaba cómo enamoró a nuestra madre, la describía como una tierna mariposa del campo, y se jactaba de haberla conquistado.
Sí, la Vejez era la grave ceremonia de clausura de lo que fue su juventud, pero él la transformó en una ceremonia de apertura de su nueva vida.
Se dijo a sí mismo que sería un anciano honorable, tranquilo y, lo más probable, gran contador de historias. Al fin y al cabo, si la Vejez sería todo el equipaje de lo que le quedaba de vida, estaría dispuesto ante la puerta de salida; la juventud no regresaría, pero sí podría repartir ese tesoro acumulado del tiempo bien vivido.
Desde entonces, en el pequeño corredor de la casa, aún empijamado y con sus anteojos de lectura, mi padre combate la oscuridad, poniendo alas a lo inmóvil. Porque, aunque la Vejez esté a la vuelta de cualquier esquina, allí donde uno menos se imagina, la alegría de vivir es la única que sabe convertir la dura clausura en una bienvenida silenciosa.
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