El nombre de Graciela se dibuja con líneas indelebles en la memoria colectiva de Ocumare del Tuy, como el perfil de las montañas que abrazan el valle.
Graciela no es una estatua en una plaza, sino la plaza misma, el bullicio constante de la vida cultural que palpita en cada rincón del pueblo. Su casa, de paredes coloridas y un patio donde siempre florecían las cayenas, rojas como lenguas de fuego, era un santuario de tradiciones. Allí, entre el aroma a dulce de lechosa y el repique constante de algún instrumento musical, junto a los amigos de la esquina, se enhebraban los hilos de la identidad tuyera.
Cuando llegaba el mes de mayo, con su promesa de lluvias y la explosión de colores en los campos, la casa de Graciela se convertía en el epicentro de los Velorios de Cruz. Las voces graves de los hombres entonaban décimas ancestrales, mientras las mujeres, con sus faldas floreadas y el brillo de la fe en los ojos, respondían con cantos melodiosos que parecían ascender como volutas de incienso hacia el cielo estrellado de las noches ocumareñas. Graciela, con su voz curtida por años de cantar a la vida y a la muerte, guiaba el ritual con la solemnidad de una sacerdotisa y la calidez de una madre. Sus manos, fuertes y sabias, marcaban el ritmo sobre la mesa adornada con flores junto a la cruz engalanada, como si tocaran las fibras mismas del alma tuyera.
Pero la presencia de Graciela no se limitaba a la devoción silenciosa. Cuando la parranda tuyera irrumpía en las calles, con la alegría del cuatro, el repique juguetón de las maracas y el galopar rítmico de la bandola, allí estaba Graciela, "la tamborera", como la conocían con cariño y respeto. Su cuerpo, aunque ya maduro, se movía con la gracia de los bambúes al viento, cada 24 de junio en las celebraciones a San Juan Bautista, donde los cantos de mina tenían un rol protagónico, contagiando a jóvenes y viejos con la alegría desbordante de la música, sus manos, las mismas que adornaban la Cruz de Mayo, también podían golpear el tambor con fuerza y ritmo, extrayendo sonidos ancestrales que hablaban de cosechas abundantes, de amores furtivos y de la profunda conexión del hombre con su tierra.
Las fiestas patronales eran su escenario favorito; allí la labor de Graciela florecía como la flor de caña dulce en tiempo de zafra. Ella era el alma de la fiesta, la que conseguía las flores para adornar la iglesia, la que coordinaba a los músicos, la que se aseguraba de que no faltara el sancocho humeante para alimentar a los peregrinos. Su liderazgo no se imponía con gritos, sino que emanaba de su profundo conocimiento de las costumbres y de su amor incondicional por su pueblo.
Más allá de las celebraciones, Graciela era una maestra en el sentido más amplio de la palabra. En su patio, bajo la sombra generosa de un mamón, reunía a las madres y jóvenes del vecindario y les enseñaba los secretos de la cultura local. Pero su mayor legado residía en la transmisión oral de aquellos relatos que daban forma a la identidad de Ocumare. Con una voz llena de matices, les contaba las leyendas de los indios quiriquires, la historia de Mauricio y las anécdotas de los viejos del pueblo, preservando así un tesoro intangible que no cabía en ningún libro.
Su nombre, Graciela Cortez, no resonaba en los libros escolares, ni su rostro aparecía en las revistas y periódicos de gran circulación. Sin embargo, en cada nota de una parranda, en cada verso de un velorio, en cada sabor de un zarao, en cada relato transmitido al oído de un joven, su presencia era palpable, como la brisa fresca que recorría el valle al atardecer.
Graciela, es considerada un símbolo de la resistencia cultural afrotuyera, representando a esas figuras silenciosas, a esos pilares anónimos que sostienen la rica armazón cultural de nuestros pueblos. Es la encarnación de la tradición cultural en su máxima expresión, la guardiana de un legado que se transmite de corazón a corazón, de generación en generación. Su vida, tejida con los hilos de la tradición y el amor por su tierra, representa un canto constante a la identidad de Ocumare del Tuy, demostrando que la verdadera historia de un pueblo se escribe no solo en los libros, sino también en la memoria viva de su gente, en el eco persistente de un tambor que sigue latiendo con fuerza en el corazón de los Valles del Tuy.
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