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20 de mayo de 2025

¡Me Quitaron mi pea! (Por el Prof. José Núñez).

     El sol ya declinaba sobre  el pueblo, tiñendo el cielo de tonos  naranjas y violetas, cuando la puerta de la Sala de Emergencias se abrió repentinamente. Un grupo de jóvenes estudiantes de pregrado escoltaba a José, cuyo cuerpo se tambaleaba entre ellos como un junco azotado por el viento. El hedor dulzón y agrio del alcohol, flotaba en el aire, mareando incluso a los jóvenes, casi médicos, que lo recibieron con un profesionalismo obligado.

  Cuando llegué, imbuido de la autoridad que otorga el conocimiento adquirido de años de servicio,  mi verbo se desató en términos clínicos, explicando con vehemencia protagónica los intrincados caminos del etanol en el organismo, la danza siniestra de los radicales libres, la cascada de desequilibrios que asolaban el cuerpo de José.

—Ya verán —sentencié a los bachilleres, con la certeza de quien cree dominar las leyes de la biología— cómo doblegaremos la embriaguez, cómo expulsaremos al intruso tóxico.

  Mi voz resonaba en la sala, cortante y segura, mientras dictaba a la enfermera las indicaciones precisas, los antídotos químicos para borrar, al menos momentáneamente, el sufrimiento visible.

  Horas después, la quietud reinaba en la sala. Antes de convocar a los internos para la revista médica y continuar con mi labor pedagógica, me acerqué a la camilla donde José permanecía. Estaba sentado, la espalda encorvada, la mirada fija en las baldosas grises, parecía ausente.

—¿Cómo te sientes, José? —pregunté, con un tono que buscaba ser amable, quizás con un apice de la curiosidad clínica que me caracterizaba.

Su cabeza se levantó lentamente, los ojos enrojecidos e inyectados en una tristeza profunda me escrutaron con una mezcla de incredulidad y amargura.

—¿Y cómo me voy a sentir, Doctor?… ¡Me quitaron mi pea! —exclamó, con una voz ronca, cargada de un reproche sordo.

Un silencio denso se instaló entre nosotros, solo interrumpido por el leve goteo de un suero en la sala contigua. Luego, José continuó, con su mirada perdida de nuevo en el suelo:

—Mire, Doctor, yo trabajo duro, de lunes a viernes, apretando tuercas en el taller. Mis manos… —levantó sus manos callosas, mostrando las cicatrices  de su esfuerzo diario, — mis manos no conocen el descanso. Mi mamá está enferma, postrada en cama, y yo soy el único que la mantiene, el único clavo al que se agarra.

   Su voz se quebró ligeramente antes de retomar el hilo de su dolorosa letanía.

—Mi mujer se fue… se fue porque a mi muchachito, lo mató un malandro. Ella… ella me echó la culpa, como si yo hubiera podido evitar esa desgracia. La rabia me consumía, Doctor, y le caí a «coñazos» a otro malandro, un animal igual al que me arrebató a mi hijo. Por eso me llevaron preso. Cuando salí… cuando salí, ya me habían robado todo en el rancho. Se habían llevado hasta los recuerdos.

  El silencio volvió a caer, esta vez más pesado, cargado de la injusticia cruda de su relato. Yo, que había llegado con mis esquemas y mis protocolos, sentía cómo la frialdad de la ciencia se derretía ante la magnitud del sufrimiento humano. Pensé en lo fácil que era, en ocasiones, reducir un ser humano a un conjunto de síntomas, diagnosticar una enfermedad sin ver la trama compleja de su existencia. En realidad, el diagnóstico urgente no era el suyo, sino el de una sociedad enferma, de instituciones que fallaban, de una conciencia colectiva adormecida ante el dolor ajeno.

  José suspiró profundamente y prosiguió... Su voz, era ahora un murmullo sombrío:

—A veces, cuando camino por la calle, veo una mujer bonita y me da una rabia… una rabia que me quema por dentro, porque sé que yo no puedo ofrecerle nada. Veo un policía con su uniforme y su pistola, y la rabia es peor, porque ellos no ven el sufrimiento de uno, solo ven al borracho. Veo un niño jugando y la rabia me aprieta el pecho, porque mi niño… mi niño ya no juega. Y si un perro se me cruza, Doctor… le juro que a veces no me aguanto y le suelto una patada.

  Bajó aún más la voz, casi un susurro, y su mirada se detuvo en sus propias manos, como si ellas fueran las culpables de sus oscuros pensamientos.

—A veces… a veces me dan ganas de matar… ¡Sí, de matar!… —la confesión cruda flotó en el aire, cargada de desesperación.

  ¿Qué podía decirle yo, con mis tratados de fisiología y mis recetas médicas? Mis palabras parecían huecas, insuficientes ante la magnitud de su quebranto. La ciencia, tan precisa para descifrar los misterios del cuerpo, se mostraba impotente ante las heridas del alma.

  En un impulso torpe, casi avergonzado, rebusqué en mi bolsillo y saqué un billete arrugado. Se lo ofrecí con la mirada baja, sintiendo la incongruencia de mi gesto.

—Coño, viejo… perdóname… —murmuré, la disculpa brotó sincera con una comprensión tardía. —Anda… vete… y trata de agarrar tu pea otra vez.

  El billete quedó en su mano como una limosna insignificante ante el océano de su dolor. José me miró con una mezcla de sorpresa y resignación, quizás entendiendo que en ese momento, mi humanidad, aunque tardía y torpe, era lo único que podía ofrecerle. (Adaptado de "Crónicas Oscuras de un Hospital Venezolano" de los Dres. Pedro Lizardo y Arnaldo Sánchez).

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