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13 de junio de 2025

Un Canto al Amanecer de Cipriano.

    En El Manguito, parroquia La Democracia, donde el sol se asoma tímido entre las montañas y el rocío de la mañana besa la tierra como un amante fiel, nació Cipriano Alberto Moreno en el año 1935. El Distrito Tomás Lander, con sus pueblos y caseríos de calles de tierra y casas de bahareque, fue testigo de sus primeros pasos, de sus risas infantiles y de los acordes iniciales del cuatro. Cipriano, como el río que atraviesa el valle, llevaba en su alma la melodía del joropo y la décima, ritmos que fluyen entre las venas de los tuyeros como la savia en los árboles.

     Cipriano no solo fue un docente que sembró semillas de conocimiento en las mentes ávidas de los niños de Río de Piedras, sino que también fue un cultor popular, creando trabajos y arreglos que hacía para los amaneceres y velorios de cruz como un canto a la vida, a la tierra y al amor. Su famosa composición, "Canto al Amanecer Tuyero", es un poema tejido con hilos de nostalgia y esperanza, donde las metáforas danzan al compás del cuatro, arpa y maracas. Cada verso es un suspiro y cada estrofa, un abrazo a la tierra que lo vio nacer.

     Pero no solo la música y la literatura definieron el andar de Cipriano. En Río de Piedras, ese pueblo donde el tiempo parece detenerse y las piedras del río murmuran historias antiguas, conoció a una mujer cuyo nombre era como una melodía en sus labios: Cristina. Ella, de mirada dulce y serena y un corazón firme, era como una ceiba sólida ante los vientos, con ideas tan profundas como las raíces de los árboles que custodiaban el pueblo. Su amor no fue efímero como la brisa que acaricia los campos al atardecer, sino eterno y puro, como el agua que brota de los manantiales.

     Cristina moldeó el carácter de Cipriano con la delicadeza de un alfarero que trabaja el barro. Le enseñó que el amor no es solo un sentimiento, sino un compromiso, una promesa que se renueva cada día con miradas y silencios. Bajo su influencia, Cipriano se convirtió en un hombre de palabra firme y corazón noble, cuya poesía no solo celebraba la belleza del amanecer, sino también la fortaleza de un amor que resistía el paso del tiempo

     Las tardes en Río de Piedras eran un lienzo pintado con los colores de los atardeceres. Cipriano y Cristina paseaban por la orilla del río, donde las piedras pulidas por el agua brillaban como diamantes bajo la luz del sol. Él le declamaba hermosos poemas al oído, y ella sonreía, mientras el viento llevaba sus versos hacia los cerros, como si quisiera compartir su felicidad con todo el caserío. El río, testigo mudo de sus encuentros, murmuraba su aprobación con un suave rumor que se mezclaba con el trinar de gonzalitos y arrendajos.

     El tiempo pasó, pero el amor de Cipriano y Cristina no envejeció. Como las montañas que custodian el valle, su cariño permaneció firme e inquebrantable. Y aunque Cipriano dejó este mundo, su canto sigue vivo en el amanecer tuyero, en el susurro cantarino del río y en el corazón de aquellos que aún recuerdan al hombre que ofrendó a la vida, un hermoso amanecer.

     Así, en el Valle del Tuy, donde el sol sigue asomándose tímido entre las montañas, y con el canto del gallo llegan los claros del día, el legado de Cipriano Alberto Moreno perdura como un canto eterno al amor, a la tierra y al amanecer tuyero.

20 de mayo de 2025

Mauricio, el Encanto. (Por el Prof. José Núñez).



     En los Valles del Tuy, donde los ríos cuentan sus secretos al viento, existe una leyenda que ha tejido un hilo dorado en la memoria de los tuyeros. Es una historia que huele a tierra mojada, a café recién colado y a flores de clavellina. Es la leyenda de Mauricio, el Guardián de la Cueva del Peñón, una historia que se balancea entre la realidad y el misterio, como los cuentos narrados por el abuelo en las serenas noches de mi pueblo.

     Hace más de siglo y medio, cuando el tiempo aún caminaba despacio y las noches eran un oscuro terciopelo, nació Mauricio. Su llegada al mundo no fue como la de cualquier niño. Aquella noche, llovió con tanta fuerza que los ríos crecieron, las quebradas rugieron como bestias embravecidas y los árboles se inclinaron en reverencia, era como si la naturaleza, decidiera bautizar la tierra con un diluvio eterno. Los animales, en un coro silencioso, rodearon la humilde vivienda donde yacía su madre, una mujer de sangre quiriquire, mientras el viento susurraba melodías ancestrales. Era como si la naturaleza entera hubiera decidido dar la bienvenida a aquel niño, hijo de un realista perdido y confundido en sus ideales y de una mujer que llevaba en sus venas la savia de la tierra.

     Mauricio creció entre el murmullo de los montes y el arrullo de las aguas. Era un niño distinto, con ojos que parecían espejos. Mientras otros jugaban, él se perdía en los parajes vegetales de la montaña, donde los jaguares lo miraban sin atreverse a tocarlo y las mapanares y cascabeles se deslizaban a su lado como si fueran sus guardianes. Su madre, con el corazón apretado de preocupación, le rogaba que no se alejara tanto. Pero Mauricio solo sonreía y le contaba cómo la señora del Pozo del Guásimo lo guiaba por galerías secretas que conectaban las montañas. —“Soy el puente entre el hombre y la naturaleza”, le decía, pero sus palabras eran como semillas que caían en tierra árida, pues nadie las comprendía.

     Un día, el destino lo llevó al pueblo de Ocumare. Bajó con un encargo de la señora del Pozo del Guásimo, pero su presencia despertó sospechas. Los policías, con miradas recelosas y manos ásperas, lo detuvieron. “¿Quién eres?”, le preguntaron, pero Mauricio no llevaba identificación. Lo amarraron como a un criminal y lo llevaron ante el jefe de la policía, un hombre de bigote grueso y risa burlona. “Podría ser un guerrillero”, murmuraron entre dientes. Mauricio, con la serenidad de quien conoce los secretos del viento, les advirtió: “Si no me sueltan, habrá un diluvio”.

     El jefe de policía soltó una carcajada que resonó como un trueno falso. "¡Un diluvio en pleno verano y en Ocumare!”, dijo entre risas. Pero esa misma noche, mientras el pueblo dormía bajo un cielo estrellado, las nubes se agolparon de repente, como un ejército silencioso. A la medianoche, comenzó a llover. No era una lluvia cualquiera, sino un torrente que parecía salido de las entrañas mismas de la tierra. Los ríos Súcuta y Marare se desbordaron, y el mismo Tuy se desbordó también. Las calles se convirtieron en corrientes de agua y lodo, y la jefatura de policía se anegó completamente. La gente, asustada, corrió a refugiarse en las colinas. Solo entonces comprendieron que aquel joven no era un hombre común.

     El cura del pueblo, con su sotana empapada, fue a pedir la liberación de Mauricio. Al llegar, encontraron al jefe de policía, pálido y tembloroso, quien ya lo había soltado. En cuanto Mauricio pisó la calle, la lluvia cesó. El cielo azul se abrió como un telón, y un sol radiante iluminó Ocumare. Mauricio no dijo una palabra. Simplemente se internó de nuevo en los montes, donde las sombras lo recibieron como a un viejo amigo.

     Desde entonces, se convirtió en el Guardián de la Cueva del Peñón, un protector de la naturaleza que castiga a quienes la dañan. Los tuyeros cuentan que aún lo ven, con su sombrero de alas anchas, su liquiliqui impecable y sus alpargatas gastadas. Se pasea por el terminal de Ocumare, comprando tabaco y aguardiente, pero nadie se atreve a aceptar nada de él. Dicen que, si lo haces, podrías ser el próximo en tomar su lugar, convirtiéndote en el nuevo guardián de aquella montaña majestuosa que vigila los Valles del Tuy.
La leyenda de Mauricio sigue viva, como un susurro que viaja de generación en generación, recordándoles a los tuyeros que la naturaleza tiene un alma, y que hay quienes la protegen desde las sombras, donde el tiempo no llega y la magia nunca muere.

¡Me Quitaron mi pea! (Por el Prof. José Núñez).

     El sol ya declinaba sobre  el pueblo, tiñendo el cielo de tonos  naranjas y violetas, cuando la puerta de la Sala de Emergencias se abrió repentinamente. Un grupo de jóvenes estudiantes de pregrado escoltaba a José, cuyo cuerpo se tambaleaba entre ellos como un junco azotado por el viento. El hedor dulzón y agrio del alcohol, flotaba en el aire, mareando incluso a los jóvenes, casi médicos, que lo recibieron con un profesionalismo obligado.

  Cuando llegué, imbuido de la autoridad que otorga el conocimiento adquirido de años de servicio,  mi verbo se desató en términos clínicos, explicando con vehemencia protagónica los intrincados caminos del etanol en el organismo, la danza siniestra de los radicales libres, la cascada de desequilibrios que asolaban el cuerpo de José.

—Ya verán —sentencié a los bachilleres, con la certeza de quien cree dominar las leyes de la biología— cómo doblegaremos la embriaguez, cómo expulsaremos al intruso tóxico.

  Mi voz resonaba en la sala, cortante y segura, mientras dictaba a la enfermera las indicaciones precisas, los antídotos químicos para borrar, al menos momentáneamente, el sufrimiento visible.

  Horas después, la quietud reinaba en la sala. Antes de convocar a los internos para la revista médica y continuar con mi labor pedagógica, me acerqué a la camilla donde José permanecía. Estaba sentado, la espalda encorvada, la mirada fija en las baldosas grises, parecía ausente.

—¿Cómo te sientes, José? —pregunté, con un tono que buscaba ser amable, quizás con un apice de la curiosidad clínica que me caracterizaba.

Su cabeza se levantó lentamente, los ojos enrojecidos e inyectados en una tristeza profunda me escrutaron con una mezcla de incredulidad y amargura.

—¿Y cómo me voy a sentir, Doctor?… ¡Me quitaron mi pea! —exclamó, con una voz ronca, cargada de un reproche sordo.

Un silencio denso se instaló entre nosotros, solo interrumpido por el leve goteo de un suero en la sala contigua. Luego, José continuó, con su mirada perdida de nuevo en el suelo:

—Mire, Doctor, yo trabajo duro, de lunes a viernes, apretando tuercas en el taller. Mis manos… —levantó sus manos callosas, mostrando las cicatrices  de su esfuerzo diario, — mis manos no conocen el descanso. Mi mamá está enferma, postrada en cama, y yo soy el único que la mantiene, el único clavo al que se agarra.

   Su voz se quebró ligeramente antes de retomar el hilo de su dolorosa letanía.

—Mi mujer se fue… se fue porque a mi muchachito, lo mató un malandro. Ella… ella me echó la culpa, como si yo hubiera podido evitar esa desgracia. La rabia me consumía, Doctor, y le caí a «coñazos» a otro malandro, un animal igual al que me arrebató a mi hijo. Por eso me llevaron preso. Cuando salí… cuando salí, ya me habían robado todo en el rancho. Se habían llevado hasta los recuerdos.

  El silencio volvió a caer, esta vez más pesado, cargado de la injusticia cruda de su relato. Yo, que había llegado con mis esquemas y mis protocolos, sentía cómo la frialdad de la ciencia se derretía ante la magnitud del sufrimiento humano. Pensé en lo fácil que era, en ocasiones, reducir un ser humano a un conjunto de síntomas, diagnosticar una enfermedad sin ver la trama compleja de su existencia. En realidad, el diagnóstico urgente no era el suyo, sino el de una sociedad enferma, de instituciones que fallaban, de una conciencia colectiva adormecida ante el dolor ajeno.

  José suspiró profundamente y prosiguió... Su voz, era ahora un murmullo sombrío:

—A veces, cuando camino por la calle, veo una mujer bonita y me da una rabia… una rabia que me quema por dentro, porque sé que yo no puedo ofrecerle nada. Veo un policía con su uniforme y su pistola, y la rabia es peor, porque ellos no ven el sufrimiento de uno, solo ven al borracho. Veo un niño jugando y la rabia me aprieta el pecho, porque mi niño… mi niño ya no juega. Y si un perro se me cruza, Doctor… le juro que a veces no me aguanto y le suelto una patada.

  Bajó aún más la voz, casi un susurro, y su mirada se detuvo en sus propias manos, como si ellas fueran las culpables de sus oscuros pensamientos.

—A veces… a veces me dan ganas de matar… ¡Sí, de matar!… —la confesión cruda flotó en el aire, cargada de desesperación.

  ¿Qué podía decirle yo, con mis tratados de fisiología y mis recetas médicas? Mis palabras parecían huecas, insuficientes ante la magnitud de su quebranto. La ciencia, tan precisa para descifrar los misterios del cuerpo, se mostraba impotente ante las heridas del alma.

  En un impulso torpe, casi avergonzado, rebusqué en mi bolsillo y saqué un billete arrugado. Se lo ofrecí con la mirada baja, sintiendo la incongruencia de mi gesto.

—Coño, viejo… perdóname… —murmuré, la disculpa brotó sincera con una comprensión tardía. —Anda… vete… y trata de agarrar tu pea otra vez.

  El billete quedó en su mano como una limosna insignificante ante el océano de su dolor. José me miró con una mezcla de sorpresa y resignación, quizás entendiendo que en ese momento, mi humanidad, aunque tardía y torpe, era lo único que podía ofrecerle. (Adaptado de "Crónicas Oscuras de un Hospital Venezolano" de los Dres. Pedro Lizardo y Arnaldo Sánchez).

Graciela, la Tamborera. (Por el Prof. José Núñez).

      Al calor de los Valles del Tuy, donde el aroma a mango maduro subyugaba los sentidos, repiqueteaba un tambor; y Graciela Cortez, con su voz afinada, ensayaba una décima que le había compuesto su vecino Cipriano Moreno para el próximo velorio de Cruz de Mayo en Chaparral. Inquieta como picure, Graciela se echaba un guamazo, tapaba con una sábana la cruz y comenzaba su declamación.

     El nombre de Graciela se dibuja con líneas indelebles en la memoria colectiva de Ocumare del Tuy, como el perfil de las montañas que abrazan el valle.

     Graciela no es una estatua en una plaza, sino la plaza misma, el bullicio constante de la vida cultural que palpita en cada rincón del pueblo. Su casa, de paredes coloridas y un patio donde siempre florecían las cayenas, rojas como lenguas de fuego, era un santuario de tradiciones. Allí, entre el aroma a dulce de lechosa y el repique constante de algún instrumento musical, junto a los amigos de la esquina, se enhebraban los hilos de la identidad tuyera.

     Cuando llegaba el mes de mayo, con su promesa de lluvias y la explosión de colores en los campos, la casa de Graciela se convertía en el epicentro de los Velorios de Cruz. Las voces graves de los hombres entonaban décimas ancestrales, mientras las mujeres, con sus faldas floreadas y el brillo de la fe en los ojos, respondían con cantos melodiosos que parecían ascender como volutas de incienso hacia el cielo estrellado de las noches ocumareñas. Graciela, con su voz curtida por años de cantar a la vida y a la muerte, guiaba el ritual con la solemnidad de una sacerdotisa y la calidez de una madre. Sus manos, fuertes y sabias, marcaban el ritmo sobre la mesa adornada con flores junto a la cruz engalanada, como si tocaran las fibras mismas del alma tuyera. 

     Pero la presencia de Graciela no se limitaba a la devoción silenciosa. Cuando la parranda tuyera irrumpía en las calles, con la alegría del cuatro, el repique juguetón de las maracas y el galopar rítmico de la bandola, allí estaba Graciela, "la tamborera", como la conocían con cariño y respeto. Su cuerpo, aunque ya maduro, se movía con la gracia de los bambúes al viento, cada 24 de junio en las celebraciones a San Juan Bautista, donde los cantos de mina tenían un rol protagónico, contagiando a jóvenes y viejos con la alegría desbordante de la música, sus manos, las mismas que adornaban la Cruz de Mayo, también podían golpear el tambor con fuerza y ritmo, extrayendo sonidos ancestrales que hablaban de cosechas abundantes, de amores furtivos y de la profunda conexión del hombre con su tierra. 

     Las fiestas patronales eran su escenario favorito; allí la labor de Graciela florecía como la flor de caña dulce en tiempo de zafra. Ella era el alma de la fiesta, la que conseguía las flores para adornar la iglesia, la que coordinaba a los músicos, la que se aseguraba de que no faltara el sancocho humeante para alimentar a los peregrinos. Su liderazgo no se imponía con gritos, sino que emanaba de su profundo conocimiento de las costumbres y de su amor incondicional por su pueblo.

     Más allá de las celebraciones, Graciela era una maestra en el sentido más amplio de la palabra. En su patio, bajo la sombra generosa de un mamón, reunía a las madres y jóvenes del vecindario y les enseñaba los secretos de la cultura local. Pero su mayor legado residía en la transmisión oral de aquellos relatos que daban forma a la identidad de Ocumare. Con una voz llena de matices, les contaba las leyendas de los indios quiriquires, la historia de Mauricio y las anécdotas de los viejos del pueblo, preservando así un tesoro intangible que no cabía en ningún libro.

     Su nombre, Graciela Cortez, no resonaba en los libros escolares, ni su rostro aparecía en las revistas y periódicos de gran circulación. Sin embargo, en cada nota de una parranda, en cada verso de un velorio, en cada sabor de un zarao, en cada relato transmitido al oído de un joven, su presencia era palpable, como la brisa fresca que recorría el valle al atardecer.

    Graciela, es considerada un símbolo de la resistencia cultural afrotuyera, representando a esas figuras silenciosas, a esos pilares anónimos que sostienen la rica armazón cultural de nuestros pueblos. Es la encarnación de la tradición cultural en su máxima expresión, la guardiana de un legado que se transmite de corazón a corazón, de generación en generación. Su vida, tejida con los hilos de la tradición y el amor por su tierra, representa un canto constante a la identidad de Ocumare del Tuy, demostrando que la verdadera historia de un pueblo se escribe no solo en los libros, sino también en la memoria viva de su gente, en el eco persistente de un tambor que sigue latiendo con fuerza en el corazón de los Valles del Tuy.

27 de abril de 2025

El Rugir de la Libertad. (Por el Prof. José Núñez)

     

  El amanecer del 12 de febrero de 1814 se alzaba sobre los valles de Aragua con un fulgor que presagiaba el destino de una nación. El cielo, pintado de tonos dorados y carmesí, se extendía como un manto sobre el campo de batalla, donde la libertad y la tiranía se enfrentaban en un duelo épico, histórico. En el corazón de aquel valle, la ciudad de La Victoria se erguía como un bastión de esperanza, custodiada por el indomable espíritu de José Félix Ribas y sus valientes jóvenes soldados.

    Ribas, con el fuego de la patria ardiendo en su mirada, arengó a sus tropas con palabras que resonaron como truenos en el alma de cada uno de ellos: “¡Soldados! Hoy no luchamos solo por nuestra tierra, sino por el futuro de nuestras familias, por la dignidad de nuestro pueblo. ¡Hoy, la gloria nos espera, y la muerte no será más que un paso hacia la inmortalidad!”. Su voz, cargada de pasión, se inflamó como un canto en los corazones de aquellos jóvenes, casi niños, muchos de ellos estudiantes aún, quiénes decidieron empuñar las armas con la determinación de gigantes.

     El enemigo, las fuerzas realistas, comandadas por José Tomás Boves, avanzaba como una sombra oscura, un monstruo de hierro y fuego que buscaba devorar la luz de la libertad. Sus filas, numerosas y bien armadas, parecían invencibles, pero Ribas, con la astucia de un lobo y la valentía de un león, supo que la verdadera fuerza está en el coraje y la convicción de carácter.

     El fragor de la batalla estalló como una tormenta repentina. Los cañones rugieron, desgarrando el silencio con su estruendo, y el humo de la pólvora envolvió el campo con un velo gris. Los jóvenes patriotas, con sus uniformes raídos, pero sus espíritus indomables, se lanzaron al combate con un grito que parecía sacado de las entrañas mismas de la tierra: “¡Viva la patria!”. Cada golpe de sus espadas, cada disparo de sus fusiles, era un canto a la libertad, una estrofa de un poema épico que se escribía, aquella mañana, con sangre y valor.

     Ribas, montado en su corcel, era la encarnación misma de la resistencia. Su figura, envuelta en el humo de la batalla parecía un espectro de la guerra, incansable y feroz. Con cada orden, con cada movimiento, guiaba a sus hombres como un maestro dirige una sinfonía, donde el sonido de las balas y los gritos de los combatientes eran las notas de una melodía trágica y hermosa.

     Las horas pasaron, y el sol, testigo mudo de aquella contienda, comenzó a declinar en el horizonte. La batalla era una danza frenética, un torbellino de vida y muerte. Los jóvenes, agotados pero imbatibles, resistieron cada embestida del enemigo con una tenacidad que parecía sobrenatural. Y entonces, cuando el día agonizaba, llegó el momento decisivo. Ribas, con una mirada que brillaba como el acero de su espada, ordenó la carga final.

     “¡Adelante, hijos de la patria! ¡Por la libertad, por la gloria, por Venezuela!”, gritó, y sus palabras fueron como un rayo que electrizó a sus hombres. Con un ímpetu arrollador, los patriotas se lanzaron sobre el enemigo, rompiendo sus filas como un río desbordado que arrasa todo a su paso. El grito de victoria se alzó como un trueno, y las fuerzas de Boves, derrotadas, huyeron en desbandada.

     El campo de batalla, cubierto de los restos de la lucha, quedó en silencio. El sol, ya en el ocaso, tiñó de rojo el cielo, como si la tierra misma llorara a sus hijos caídos. Ribas, con el rostro cansado pero iluminado por la victoria, miró a sus hombres y supo que aquel día no solo habían ganado una batalla, sino que habían forjado el alma de una nación.

     La Batalla de La Victoria se convirtió en un símbolo eterno de coraje y sacrificio. Aquellos jóvenes, muchos de los cuales no verían el amanecer del día siguiente, se convirtieron en héroes inmortales, sus nombres quedaron grabados en el mármol de la historia. Y Ribas, el león de La Victoria, pasó a la posteridad como un titán de la libertad, un hombre cuyo espíritu indomable iluminó el camino hacia la independencia.

24 de diciembre de 2024

En la cumbre de Ayacucho. (Por el Prof. José Núñez)

       El viento azotaba el rostro del futuro Mariscal, llevándose consigo el aliento de las alturas andinas. Desde la cima de Ayacucho, observaba el inmenso y accidentado campo de batalla, un tablero de ajedrez donde se jugaba el destino de un continente. La responsabilidad pesaba sobre sus hombros, como una losa de granito. Era el año 1824, y la suerte de América del Sur pendía de un hilo muy delgado.

     Antonio José de Sucre, con la mirada fija en la fría y húmeda serranía, repasaba mentalmente su estrategia. Sabía que la victoria no estaba asegurada, que el ejército realista, curtido en mil batallas, lucharía con ferocidad. Pero también sabía que llevaba consigo la confianza del Libertador, que lo impulsaba en una batalla que se desataba con una furia inusitada. El estruendo de los cañones retumbaba en los Andes, mientras las balas surcaban el aire, segando vidas de bando y bando. Sucre, al frente de sus tropas, inspiraba valor y coraje, bajo los buenos augurios de un majestuoso cóndor que sobrevolaba el campo de batalla, animando a las tropas patriotas con sus roncos aullidos. Sucre, cabalgaba de un lado a otro, animando a sus soldados, asegurándose de que cada movimiento fuera preciso y letal.

     La lucha fue encarnizada, los realistas resistieron con bravura, pero la disciplina y determinación de los patriotas prevalecieron.

     Sucre, victorioso pero con el rostro marcado por la fatiga y la emoción, contempló el campo de batalla. La libertad había triunfado. En ese instante, comprendió que había cumplido con su misión, la tarea encomendada por el Libertador. La batalla de Ayacucho, no solo había sellado la independencia del Perú, sino que había abierto las puertas a un nuevo amanecer para toda América. Desde entonces, el nombre de Antonio José de Sucre quedó grabado en la historia como el Gran Mariscal de Ayacucho, el hombre que, en la cumbre de los Andes, forjó el destino de un continente.

Video presentado por los estudiantes Jonatan Espina y Yarislet Correa de 5to año sección A, del C.E.E . Monseñor Rafael Pérez León, con motivo del Bicentenario de la Batalla de Ayacucho.

Un eco en el corazón de los tuyeros. (Por el Prof. José Núñez)

     
     En Ocumare, en el corazón del Tuy, donde el tiempo parece transcurrir más despacio que en otros lugares, está ubicado el Liceo Juan Antonio Pérez Bonalde. Sus aulas, testigos mudos de sueños y anhelos adolescentes, vieron pasar generaciones de estudiantes que, con el paso de los años, se convirtieron en los lideres de la comunidad.

     Pero en aquella época, en los años sesenta, el liceo representaba mucho más que un simple centro educativo. Era un faro de cultura, un espacio donde se recibían las mentes más brillantes de Venezuela. Semanalmente, sus pasillos se engalanaban con las ideas de intelectuales como Arturo Uslar Pietri, Rómulo Gallegos, José Ramón Medina y Luis Pastori, quienes compartían sus conocimientos con los jóvenes estudiantes.

     Una tarde, mientras el sol se filtraba por las ventanas, traspasando el follaje de los arboles de la plaza Ribas, un acontecimiento histórico tuvo lugar en el liceo. Don Pablo Neruda, el poeta chileno cuya conexión con la naturaleza y la sociedad conmovía a todo un continente, visitó este rinconcito del Tuy. Sus versos, cargados de pasión y esperanza, resonaron en las paredes de la institución, y su eco creó un momento mágico. Neruda con su mirada penetrante, había encontrado en Venezuela una inspiración profunda, una tierra que luchaba por su identidad y su libertad.

     Los estudiantes, conmovidos por la presencia del gran poeta, se sentían parte de algo más grande que ellos mimos. En aquellos años, el liceo era un hervidero de ideas y debates. Jóvenes comprometidos con la causa democrática y otros entusiasmados con la revolución cubana, convivían en armonía, demostrando que la diversidad de pensamiento podía coexistir con el respeto mutuo.

     Hoy, algunas décadas después, algunos de aquellos estudiantes recuerdan con nostalgia esos años. El liceo había sido su hogar, su refugio, el lugar donde habían forjado amistades que se mantendrían en el tiempo. Y aunque el mundo ha cambiado mucho desde entonces, el espíritu de aquel liceo sigue vivo en el corazón de quienes han tenido la suerte de estudiar allí.

     El liceo Juan Antonio Pérez Bonalde, la primera casa de estudios del Tuy, ha sido mucho más que un simple edificio. Representa un crisol de ideas, un semillero de talentos y un lugar donde la poesía encontró un eco profundo en el alma de los tuyeros. Y así, seguro estoy, su legado perdurará por siempre, como un faro que ilumina el camino de las nuevas generaciones.

En la gráfica: la Profesora Agustina Martineau de Hernández, Subdirectora del Liceo Pérez Bonalde, el Poeta Pablo Neruda, el Profesor Mendoza, Director del Liceo y el Estudiante Ángel Rafael Orihuela (quien en el futuro sería Ministro de Sanidad y Asistencia Social y Profesor de la UCV).

23 de diciembre de 2024

Mis recuerdos de Ocumare (Por el Prof. José Núñez))

     Ocumare era como un museo viviente para mí. Cada rincón, cada sonido, cada aroma, eran pinturas que se grababan en mi memoria. Las tardes, especialmente, eran mágicas. El sol empezaba a despedirse, tiñendo el cielo de colores cálidos,  mientras el olor a cuero curtido y madera recién cortada, se mezclaba con el perfume de las flores silvestres.

     Mi abuela me tomaba de la mano y salíamos a recorrer el pueblo. Los artesanos, con su manos curtidas por el trabajo, creaban verdaderas obras de arte. Veía como las alpargatas cobraban vida bajo las hábiles manos del talabartero, y los sombreros de cogollo se transformaban en elegantes accesorios. El aroma del barro cocido me llevaba hasta los alfareros, donde las tinajas y pimpinas tomaban forma en sus manos.

     Pero lo que más me gustaba era el río Ocumarito. Su aguas cristalinas nos invitaban a bañarnos, mientras las abuelas aprovechaban para lavar la ropa. Mi abuelo, con su paciencia infinita, me enseñaba a lanzar el anzuelo. Y cuando por fin sentíamos el tirón de un pez, la emoción era indescriptible. Después, con leña recolectada en los alrededores, preparábamos un delicioso sancocho de corroncho. El sabor ahumado de la sopa se mezclaba con las hierbas aromáticas, creando un plato que era una verdadera fiesta para el paladar.

     Al caer la noche, nos reuníamos alrededor de una fogata. Mi abuela nos contaba las historias de Mauricio, el encanto y de fantasmas y duendes que habitaban por las montañas de La Guamita. El manto de la noche nos envolvía con una sensación de ternura y bienestar.

     Aquellos días en Ocumare fueron los más felices de mi infancia. Los paseos por el pueblo, el olor a tierra mojada, el sabor del sancocho, pero sobre todo, la calidez de las personas que allí vivían, quedaron grabados en mi corazón. Cada vez que cierro los ojos, puedo volver a sentir la emoción de aquellos años.

     

21 de octubre de 2024

La Sabana de Ocumare durante la época colonial según el Obispo Mariano Martí y otros historiadores


   
Obispo Mariano Martí 
(1720 - 1792)
     Día 7 de junio de 1783, salimos desde Caracas hacia el pueblo de la Sabana de Ocumare. El camino generalmente no es malo, pero hoy si lo es, debido a las lluvias. Cerca del camino hay muchas haciendas de cacao. El terreno tiene algunos cerros pequeños. Antes de llegar a este pueblo de la Sabana de Ocumare, a distancia de casi un cuarto de legua, pasamos el río del Tuy, y antes y después de pasar el río, pasamos algunas acequias para el riego de las haciendas. La hierba que producen estas tierras es de muy buena calidad, que llaman gamelote.

    La iglesia de la Sabana de Ocumare está bajo la invocación de San Diego de Alcalá. Es de una sola nave, cubierta toda de obra limpia, sus paredes son de tapias y rafas. Tiene Baptisterio bien decente al entrar a la Iglesia, a la banda de la Epístola, Coro alto y cementerio a la misma banda de la Epístola, a distancia de pocas varas de la pared de la misma Iglesia.

    La gente de aquí es de un genio tal que si los convidan para un baile, todos acuden a él, y si los convidan para un ejercicio piadoso en la Iglesia, acuden todos igualmente; no hay vicio particular o predominante en esta región, hay frecuencia de Sacramentos y devoción, pero también uno que otro domingo se forman grandes bailes en las localidades cercanas, pero, sin embargo su gente es de buena índole, y no de genio caviloso y malicioso.

    Existen 53 hacendados, todos de cacao, menos uno que tiene un trapiche. Estas haciendas se han regulado poco, sin poderse dar razón precisa, porque en unos años de una hacienda se hacen dos, y en otros años de dos haciendas se hace una. Estos hacendados, a proporción del número de los esclavos, pagan a prorrateo o por repartimiento 200 pesos al cura y 50 pesos a la Iglesia para la oblata de pan, vino y cera anualmente, y dichos hacendados amos de esclavos nada pagan a la Iglesia ni al Cura de derechos parroquiales, pero si pagan para sí mismos, para sus hijos y demás de su familia, por sus derechos parroquiales, y también pagan las primicias. Los demás vecinos libres y que no son esclavos no pagan estipendio ni oblata, pero pagan primicias y obvenciones y los vecinos, aunque tengan esclavos, si no tienen hacienda, no pagan estipendio ni oblata y solo pagan primicias y obvenciones. Es de advertir que los que tienen esclavos y no tienen hacienda pagan las obvenciones o derechos parroquiales no sólo para sí, sino también para sus esclavos. Los que pagan obvenciones se entiende que pagan también los rasgos de sepulturas según el tramo en que se entierren.

    No hay pulpería ni guarapería por arrendamiento, solamente don Esteban León tiene aquí y en toda la provincia el privilegio de vender aguardiente de caña, que lo hace en su propia hacienda, y es el único hacendado de caña dulce o trapiche en esta provincia, y esto se lo permite el Intendente sin reparar en el perjuicio que causa a la Real Hacienda en la venta de los aguardientes que se traen de España y de las Islas, que pagan sus derechos al Rey.

    Las tierras de esta provincia son muy fructíferas, tanto por su calidad como por las muchas lluvias, y riego de las acequias, que salen del río Tuy. Se producen cacao, caña dulce, fríjoles y algunas otras legumbres, maíz, arroz, plátanos… aquí prospera cuanto se siembra o planta. Ahora empiezan a trabajarse algunas haciendas de añil, que se da de una calidad superior. El sitio donde se encuentra este pueblo no es muy llano, pues no deja de haber algunas hoyadas pequeñas y algunos cerros de poca altura. Por la banda del Sur, a distancia de media cuadra de las casas, corre una quebrada de agua de buena calidad regularmente todo el año, al menos que agarren el agua para regar la hacienda de trapiche de don Esteban de León, si es así los vecinos tienen que ir a buscar el agua a una acequia del río, la cual corre a mayor distancia del pueblo que la referida quebrada. La plaza de este pueblo está bien formada y la Iglesia le viene atravesada y hace frente a la plaza el costado o banda del Evangelio, y delante de la puerta mayor hay bastante espacio. Las calles están mal formadas por lo desarreglado de las casas, que no están puestas en líneas, muchas de ellas por el poco cuidado que se ha tenido al empezarlas a edificar. Si dichas calles y casas estuvieran bien arregladas, formarían un buen pueblo, pues acá hay 156 casas. El clima es cálido y sano, a pesar de ser húmedo.

    El pueblo de la Sabana de Ocumare cuenta con 2141 moradores. De estos hay de esclavos 1059, y los restantes son libres, blancos, negros, mulatos y zambos. El Teniente de Justicia mayor es don Juan Joseph Marcano, casado en Canarias con doña Margarita Sucre, hija del capitán don Antonio Sucre, y hermana de doña Teresa Sucre, viuda de don Matheo Gual.


La Sabana de Ocumare desde el punto de vista de otros historiadores


José de Oviedo y Baños (1671 - 1738)







    José de Oviedo y Baños en "Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela" nos describe que los aires de la Sabana de Ocumare son muy frescos y saludables, el terreno  despejado y el cielo muy alegre con una bella cordillera que es atravesada por el río Tuy (el río más rico que tiene esta provincia), que con la abundancia de sus aguas va fecundando las grandes vegas que tiene este territorio de uno y otro lado y regando también el gran número de arboles de cacao de su fértil terreno. Además Oviedo y Baños nos relata que el cacao que se produce y consume en esta región es tanto y tan bueno que sus pobladores lo preparan de variadas maneras.













    Joseph Luis Cisneros en "Descripción exacta de la provincia de Benezuela" refiere que en la Sabana de Ocumare, durante todo el año, se producen infinitas raíces como: ñame, mapuey, ocumo, batata, patata, apio, además gran variedad de frutas como: plátanos, dominicos, cambures, aguacates, piñas, chirimoyas, guayabas, papayas, mamey, nísperos, membrillos, higos, coco, hicacos, sapote, anón y otras muchas; que aunque son cultivos agrestes los mismos son de gran utilidad para las familias que los cultivan. Se da el café de excelente calidad y también hay en este valle grandes haciendas de cacao en cuyo ámbito no se encuentra otra planta sino vastas plantaciones de este árbol.







Joseph Solano y Bote (1726 -1806)
    El 8 de octubre del año 1768, el investigador e historiador Gonzalo Bello, siguiendo lineamientos de Don Joseph Solano y Bote, Gobernador y Capitán General de la Provincia de Venezuela, en sus trabajos de investigación, describe que el  valle de la sabana de Ocumare estaba todo dedicado a la agricultura del cacao, era tan abundante y de buena calidad el cacao de esta zona, que no se producía nada más, ni ganado mayor ni menor, ni bestias mulares, ni se había procurado descubrir otros minerales, ni vegetales, mas que dicho fruto,  que en la región se dedicaban solamente sus habitantes al cuidado y comercio del mismo. El comercio principal de todo el Valle residía en Ocumare, el cual se reducía a la compra y venta de cacao. 

30 de noviembre de 2023

Dionisio Cisneros – El Último Realista

      

     De los facciosos y sus acciones en el Tuy, resaltan entre todos ellos, el nombre de Dionisio Cisneros, personaje que destacó por ser extremadamente fiel al Rey de España y al sistema monárquico, que se mantuvo durante una década en una guerra total en contra de la naciente República en la Provincia de Venezuela, en procura y defensa de los derechos de la Corona Española y de la religión católica, teniendo como principal teatro de sus operaciones los Valles del Tuy. 

     Dionisio Ramón del Carmen Cisneros Guevara, nació en la población de Baruta el 8 de abril de 1793, fue hijo del mestizo Juan Antonio Cisneros y su madre fue una india llamada Paula Antonia Guevara, su fe de bautismo quedó registrada en el libro 6 de Bautizos, folio 244 ubicado en la Parroquia Nuestra Señora del Rosario de Baruta (dato tomado de Valderrama y Figuera). Cisneros de niño se crió en la población de Santa Lucía y luego de joven trabajó como arriero de recuas para un hombre llamado José García, en Baruta, llevando mercancías entre Caracas, los Valles del Tuy, los Valles de Aragua y el alto llano, lo cual le permitió adquirir, en ese entonces, un vasto conocimiento de los caminos y parajes de las regiones de los Mariches, la cadena montañosa del centro-norte y de la cordillera del interior del Valle del Tuy. 

     De la procedencia de Cisneros nos dice José Domingo Díaz, en su obra Recuerdos sobre la rebelión de Caracas, (publicada por primera vez en España en 1829), lo siguiente: Este era un vecino natural del pueblo de Baruta, distante tres leguas de ella, arriero de profesión, de una conducta irreprensible, de una claridad de entendimiento poco común, de un valor sin término, y de una fidelidad heroica, (pág. 316). 

    Existen pocos datos de la actividad y de los cargos que desempeñó Cisneros durante el proceso de la independencia, y todos los registros apuntan a que tomó las armas en favor de la causa realista el año de 1820, en su Autobiografía José Antonio Páez refiere: "...un indio llamado José Dionisio Cisneros, que había sido sargento del ejército español, y servidor en sus filas por mucho tiempo". En su obra, José Domingo Díaz, refiriéndose a este hecho, apunta que: "entró en 1820 a servir voluntariamente de soldado de caballería, en la columna que fue deshecha por Bermúdez en el pueblo de Santa Lucía, agregándose después de aquella derrota a la división del brigadier Pereira" (pág. 316). En este apunte Díaz hace alusión a la Batalla de Santa Lucía del Tuy, librada el 28 de mayo de 1821 en el sitio de Macuto, entre el ejército republicano comandado por José Francisco Bermúdez y el ejército realista comandado por el Coronel José Pereira, luego Cisneros al saber de la noticia de Carabobo, se separa del Batallón a la orden del coronel Pereira y se va a las montañas, acompañado de otros de sus compañeros de armas, inician una resistencia armada que durará por espacio de algo más de una década. A partir de ese momento Cisneros y otros de sus compañeros de armas, entre indios, mulatos, zambos y alguno que otro blanco de orilla, se internan en la espesura de las selvas de la cordillera del interior en los Valles del Tuy, crean una resistencia, que no solo hostigó a las autoridades republicanas, sino que se encargó de atacar sistemáticamente a las principales haciendas y centros de producción agrícolas de los cantones o poblaciones cercanas a Caracas, especialmente a las del Tuy y Barlovento, porque eran su principal fuente de abastecimiento de alimentos y otros rubros como carbón y leña. Páez en su autobiografía expresó: “por espacio de once años estuvo recorriendo los valles del Tuy, hasta las inmediaciones de Caracas, cometiendo impunemente todo género de tropelías; pues atrincherado con los suyos en los montes y vericuetos inaccesibles, se defendía con ventaja de las fuerzas del gobierno”.

5 de noviembre de 2023

Aventura en Los Confines (Un relato costumbrista). Por Adrián Núñez.

                      


A mis amigos de “Monseñor”: 
mis queridos “come mango”. 
En tiempos de pandemia.



Al recordar...
Contemplo simples florecitas y mariposas,
en su danza de polen y colores.
Admiro las piedras del camino,
y atesoro el dulce canto que las aves inquietas,
le brindan al amigo.

Evoco un tenue color, como de niebla limpia,

que rodea el pedazo de universo que es mi reino y

colinas escarpadas emergen al paso de mi mirada...



28 de abril de 2023

Lino Gallardo y el Himno Nacional de Venezuela.

     
    Lino Gallardo, nació en La Sabana de Ocumare, en el año 1773, f
ueron sus padres Rudesindo Gallardo y Bárbara Timotea Aguado, ambos pardos libres. Gallardo quedó huérfano a temprana edad. Fue rescatado por Juan Manuel Olivares, quien era músico, violinista, organista, compositor, y constructor de instrumentos musicales, este lo llevó a su casa y lo alojó hasta 1792; en este hogar recibió sus enseñanzas musicales.

    El 26 de diciembre de 1794 contrajo matrimonio  con María del Carmen Araujo y al enviudar se casó con María Catalina Pereira, el 30 de abril de 1799, con ella, tuvo tres hijas: María Josefa, Eladia de la Merced y Francisca de Paula. Una de ellas, María Josefa, fue profesora de piano.
    Lino Gallardo fue compositor, director, y músico venezolano, conocido por su patriotismo. Muy apreciado en su tiempo y un gran ejecutante del violín, violonchelo y el contrabajo. Fue director de orquesta y estuvo muy ligado a las actividades políticas de la gesta independentista. Su nombre apareció como el autor de la canción “Caraqueños, otra época empieza” cuya letra sería de don Andrés Bello. También es el autor del poema patriótico llamado “Canción Americana”.
   El Libertador Simón Bolívar sentía mucho aprecio y admiración por él y lo trataba como un compadre dado que su hija, María Josefina, era ahijada de don Juan Vicente Bolívar (hermano del Libertador). En 1824, Gallardo fue nombrado maestro mayor de música de Caracas.
   La música acompañó el proceso independentista venezolano. El género más característico de este período fue la llamada Canción Patriótica, cuyo objetivo era exaltar los ánimos revolucionarios y generar conciencia de identidad colectiva. Sirvió a los intereses monárquicos antes del 19 de Abril de 1810, y en franco contrapunteo a los afectos republicanos y realistas después de esa fecha. A Lino Gallardo, se le ha atribuido, si no la música completa, al menos su participación en la composición de la canción patriótica “Gloria al bravo pueblo”, que el 25 de mayo de 1881, Guzmán Blanco declaró como el Himno Nacional de la República Bolivariana de Venezuela. En el decreto firmado, no son mencionados los autores de la letra ni su compositor, lo que causó opiniones encontradas en torno al tema. Por ello cuando fue publicada la partidura donde se señalaba a Juan José Landaeta como el compositor del Himno, y a Vicente Salias como el autor de la letra, esto causó gran desconcierto y descontento entre muchos de los conocedores de la época.

    El investigador y estudioso de la música, Alberto Calzavara, en su libro “Historia de la música venezolana” (1987, página 137), explica de manera irrefutable, que nuestro Gloria al bravo pueblo, nació como un canto emocional, en un momento de inspiración patriótica, en los mismos albores de la independencia.

    Según las investigaciones de Calzavaras, el compositor de la letra del Himno Nacional fue el maestro Andrés Bello.

    Con respecto al autor de la música de nuestro Himno Patrio, el investigador subraya,que ya para 1840, esta canción se conocía como la “Marsellesa Venezolana”, y reafirma que la misma es obra de nuestro fecundo compositor Lino Gallardo, quien interpretó felizmente en ella el ardor épico de nuestros pueblos en la época gloriosa de la independencia nacional.

     El nombre de Lino Gallardo, según Calzavaras, aparece en partituras antiguas del Himno Nacional, lo que no ocurre con Juan José Landaeta.

    Lino Gallardo, fue uno de los pocos pardos que desde el principio apoyaron el movimiento revolucionario. Luego del 19 de abril, se le veía recorrer las calles de la capital entonando las canciones patrióticas de la época.

     Lino Gallardo es autor de la Canción Americana (1811), de la canción patriótica Tu Nombre, Bolívar, la Fama Eleva (1827) y naturalmente del Gloria al Bravo Pueblo (1810). Fue el Gloria al Bravo Pueblo el canto que tuvo mayor aceptación y más rápidamente se popularizó; tanto llegó al corazón de la gente, que se arrullaba a los pequeños para dormirlos con el "Duermase mi niño..." con la música del Himno Nacional, lo cual también servía como contraseña ante cualquier circunstancia.

     Pese a todos los elementos a favor de Andrés Bello y Lino Gallardo como autores del Himno Nacional, oficialmente se tiene, hasta ahora, a Juan José Landaeta y a Vicente Salias como los autores del mismo. Lino Gallardo murió en Caracas, el 22 de diciembre de 1837. 

   Últimamente han aparecido algunas partituras de puño y letra de Gallardo que, con un mínimo margen de duda, muestran que la primera versión del Himno Nacional de Venezuela fue escrito por él, con letra del padre de la ortografía actual de la lengua hispana Andrés Bello.

Para los que nunca han escuchado el Himno Nacional de Venezuela en su compás y letra original.
Interpretado con instrumentos antiguos, en su ritmo 4/4 y estrofas originales: Bartolomé Díaz, guitarra del siglo  XIX, Ernesto Leston, oboe del Siglo  XVIII y Carlos Godoy tenor.
Música de Lino Gallardo y versos de Andrés Bello. 

Así se cantaba y así lo escuchó Simón Bolívar.

Esta edición es de 1864 y  se encuentra en la Biblioteca Nacional de París.

Tomado de: http://www.efemeridesvenezolanas.com/html/himno.htm

https://www.venezuelatuya.com/biografias/lino_gallardo.htm

http://www.eduparra75.com/2007/01/el-verdadero-himno-nacional-de.html

23 de abril de 2023

Ocumare del Tuy del recuerdo


Recordemos en esta oportunidad un hermoso video y algunos de sus comentarios de "Youtube".

"Precioso el video, incluyendo la música que lo acompaña "Adiós, a Ocumare". También le agregaría la casa de la cultura, ¿recuerdas?, cerca le quedaba el mercado, la plaza José Felix Rivas (hoy plaza del estudiante), la calle Bolívar, la feria agropecuaria que la realizaban en lo que es hoy el terminal de pasajeros, la escuela Miranda, la hacienda Santa Ana, el río Tuy antes de que lo contaminaran ... ¡uuufff, son tantos recuerdos!"

"Querido amigo, gracias por este bello video de mi Ocumare de ayer. Mi papá siempre me contaba que efectivamente Daniel Santos cantó en diferentes tascas de Ocumare del Tuy e inclusive en algunos bares, je, je, je... Julio Jaramillo, vivió un tiempo en este pequeño pueblo, el gran poeta latinoamericano y premio Nobel de literatura Pablo Neruda, nos visitó en una ocasión, Ocumare es la cuna de Luis Sánchez Olivares, nuestro "Diamante Negro", y de Oswaldo "Paío" Guillén (aunque él diga que no)... Recibe un abrazo kilométrico desde la distancia".

"GRACIAS! Espectacular, lindos recuerdos, la casa "Pampero", me gustaría tener una imagen para recordar gratos momentos que viví allí..."

"Gracias José, me trajo muchos recuerdos... el mes pasado hicieron 40 años que salí de Ocumare para Inglaterra toda una vida fuera imagínate lo que sentí al ver este vídeo un fuerte abrazo desde España donde vivo actualmente abrazos".

"Muy bonita reseña no la conocí así pero me gustaría verla como se ve ahí tranquila y llena de mucha humildad".

"Qué belleza de video, Dios lo bendiga, me trae tantos recuerdos. La casa de Monseñor Pérez, y la Sra. Patiño y Eloy Pérez, la iglesia donde me casé hace 39 años, la acera alta, ¡En fin!, todo le quedó espectacular. Ojalá siga dándonos esa alegría, voy a guardar este video para mis nietos...¡qué pasado tan bonito!"

"Vivir es apasionante cuando se sueña el futuro al tiempo que pisamos firme en el pasado, porque el legado de nuestro pasado no solo es valioso, sino esclarecedor".

"Muchas cosas hermosas que producen inmensa nostalgia... Muy bonito recordar lugares de nuestro pueblo ! Agradecimiento al Sr. Núñez por regalarnos tan hermoso trabajo!!!"

OCUMARE: tierra hermosa de la tuyería

     Ocumare quién te viera y por tus calles paseara de noche o de madrugada, bajo la fúlgida luna del mes de mayo, mes de las flores y oír en el barrio El Rodeo, la Salve más bella en honor a la Virgen María, u oír en junio el tan tan de los tambores y el sonoro ritmo del tamboreo redondo en el baile en honor a San Juan Bautista, o contemplar extasiado, el primer domingo, después de carnaval, la bella estampa de la Peregrinación y Escolta de Indios de Nuestra Señora de Coromoto, asistir votivamente a las fiestas en honor a nuestro patrono San Diego de Alcalá, porque en decir del poeta Ladislao Rivas Carujo:

Ocumare es una flor
hecha por un jardinero
que no la marchita el sol
ni la mata el aguacero.

Ocumare tierra hermosa
pueblo de la tuyería
donde abunda la alegría
en su fiesta tan rumbosa
en ese pueblo se goza
con cariño y con amor
es tan grata su primor
que brinda su melodía
sea de noche o sea de día
Ocumare es una flor.

27 de agosto de 2022

U.E.E. Monseñor Rafael Pérez de León (Reseña Histórica)

      Esta institución comenzó en 1956 con el nombre de Escuela Unitaria del Estado número 59. Nuestra escuela funcionaba en una humilde casita de madera, a la orilla del camino, que la comunidad había cedido para este fin. El plantel estuvo conformado por la coordinadora del núcleo y la maestra de aula Carmen Granados, la escuela atendía una matrícula de 28 alumnos.

     Luego en el curso escolar 1958 - 1959 se convierte en Escuela Concentrada, laborando en esa fecha como maestras, María del Carmen Soto y Ana Teresa de Fernández. En 1969, debido al aumento de la matrícula, el lugar se hizo insuficiente y los maestros antes mencionados, junto con el director del núcleo No. 59, el profesor Mendoza y el padre Rafael Pérez León, iniciaron un plan de lucha por el crecimiento y construcción de un nuevo local. Fruto de estos esfuerzos en equipo se construyó en 1962 la primera estructura de 5 aulas, 2 oficinas, un baño y una sala de vigilancia. A partir de esa fecha, el colegio comenzó a funcionar bajo el nombre de Concentración Candelero No. 23, bajo la coordinación de la educadora María del Carmen Soto y las profesoras: Ana Teresa de Fernández, Yolanda González, Josefina de García, Carmen Luisa García, Zenaida Bandes y Francisca Zamora.

    En 1964, María del Carmen Soto fue trasladada y reemplazada por María Blanco en la coordinación. Para enero de 1967, la escuela ya cuenta con 12 secciones y la Dirección de Educación la cataloga como Escuela de Posgrado del Estado “Monseñor Rafael Pérez León”, gracias al esfuerzo del personal directivo, docentes, representantes y alumnos, este hombre justo, sencillo y preocupado por su pueblo, honraría a la institución con su nombre como homenaje a su bondad y generosidad con su comunidad. En el año 1967, el colegio comienza a llamarse Unidad Escolar Estadal "Monseñor Rafael Pérez León", como se conoce hasta ahora.

     Para 1976, bajo la dirección de María Blanco Bigott, se construyeron dos aulas, anexando también el preescolar. En 1980 se construyen la R-3 y la R-4, incorporando siete aulas más, las cuales comenzaron a funcionar en 1983, donde se incrementó la matrícula debido a la implementación de la Escuela Básica, en el mismo año. En 1983, la directora María Blanco de Bigott fue reemplazada por la maestra Omaira de Mirabal y la subdirectora Olga de Márquez, ambas reemplazadas posteriormente en 1992 por Felipa Zapata de González en la dirección y Consuelo Orta de Duno en la subdirección.

     En 1997 se produjeron movimientos de docentes y ascendieron a cargos directivos las Licenciadas Ligda Gómez de Ibarra, Zahida de Marsella y Carmen Conde de Arguinzones. Ese mismo año se graduaron las maestras Felipa Zapata de González, Consuelo Orta, Ligia Urbina de Marín y Juana Camejo de Padilla. También ese año, por concurso de ascenso, forman parte del plantel la Licenciada Carmen Conde como Directora Encargada y la Profesora María de las Nieves Alvárez como subdirectora.

     En el año escolar 2018 - 2019, por gestiones del Profesor Franklim Orta, su actual Director, nuestro colegio se convierte en liceo, se abre el 7mo grado de educación media y para el periodo escolar 2022 - 2023, ya estaremos, con el favor de Dios, graduando la primera promoción de Bachilleres de la República para el beneficio y alegría de la comunidad ocumareña.