Las calles polvorientas de Ocumare del Tuy, siempre calientes por el inclemente sol, aún conservan el eco de su nombre: el profesor Alberto Villegas. No es un eco cualquiera; es el murmullo de la gente adulta que lo quiere y el clamor alegre de los muchachos que le corresponden el amable saludo mañanero. Alberto nació en esta tierra, el 7 de agosto de 1957, una tierra donde el tiempo parece estirarse y hacer los días más largos.
Virutas de saber
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13 de agosto de 2025
Al Amigo Alberto
Las calles polvorientas de Ocumare del Tuy, siempre calientes por el inclemente sol, aún conservan el eco de su nombre: el profesor Alberto Villegas. No es un eco cualquiera; es el murmullo de la gente adulta que lo quiere y el clamor alegre de los muchachos que le corresponden el amable saludo mañanero. Alberto nació en esta tierra, el 7 de agosto de 1957, una tierra donde el tiempo parece estirarse y hacer los días más largos.
27 de julio de 2025
Rosa. (Por el Prof. José Núñez).
Finales del 78, el sol implacable caía sobre los techos de las casas de Quiripital, pueblo donde Rosa vivía. Rosa era una mujer de manos curtidas por el trabajo y ojos inquietos que guardaban historias secretas. Era sabia como son sabias las abuelas que predicen la lluvia por el dolor de los huesos, pero, inocente como las niñas que aún creen en los milagros de los ciruelos en flor. Trabajaba desde que el gallo rasgaba el alba con su canto, y sus pies descalzos conocían la tierra mejor que los surcos del maíz.
—¡Rosa!— gritaban los niños cuando pasaba, porque ella siempre llevaba en el delantal caramelos de dulce de leche y cuentos de espantos.
Pero también callaba. Callaba cuando el marido llegaba con el aliento espeso de aguardiente y los puños cerrados. Callaba cuando las vecinas murmuraban que "una mujer sola no es nadie". Sin embargo, en su silencio había tormentas y canciones.
Una mañana, mientras amasaba pan, una muchacha del pueblo, Lucía, llegó llorando porque su novio la había abandonado.
—¿Y ahora qué será de mí?— preguntó la joven, con la voz quebrada.
Rosa, sin dejar de trabajar, le respondió:
—Mira, hijita: la mujer es como el río. A veces lleva aguas tranquilas y otras crecidas bravas, pero siempre llega al mar. Nos conformamos con nada, pero lo aguantamos todo. Somos dulces como la miel y saladas como las lágrimas.
Y así era Rosa. Fuerte como el hierro cuando cargaba leña, suave como el viento cuando arrullaba a los enfermos. Orgullosa como una reina frente a los cobardes, humilde como la tierra cuando la vida la pisoteaba.
Una tarde, el pueblo se incendió. Las llamas bailaban como diablos sueltos, devorando casas y recuerdos. Todos corrían despavoridos, pero Rosa se quedó. Con sus manos, sacó a los niños de la escuela, arrastró a los viejos que no podían caminar y, cuando ya no quedaba nadie, se derrumbó en el camino, agotada.
—¿Por qué lo hizo, señora?— le preguntó el médico después, mientras le vendaba las quemaduras.
Ella solo sonrió, con esa sonrisa que guardaba secretos de siglos, y dijo:
—Porque soy mujer. Y la mujer es el amanecer que siempre vuelve, aunque la noche quiera apagarla.
Y el pueblo entendió entonces que Rosa no era solo una morena delgada y cansada. Era la luz de las madrugadas, la estrella fugaz que ilumina aunque sea un instante, el todo y la nada.
Porque la mujer, al fin y al cabo, es el universo entero contenido en una mirada.
6 de julio de 2025
El Carretón del Diablo
13 de junio de 2025
Un Canto al Amanecer de Cipriano.
En El Manguito, parroquia La Democracia, donde el sol se asoma tímido entre las montañas y el rocío de la mañana besa la tierra como un amante fiel, nació Cipriano Alberto Moreno en el año 1935. El Distrito Tomás Lander, con sus pueblos y caseríos de calles de tierra y casas de bahareque, fue testigo de sus primeros pasos, de sus risas infantiles y de los acordes iniciales del cuatro. Cipriano, como el río que atraviesa el valle, llevaba en su alma la melodía del joropo y la décima, ritmos que fluyen entre las venas de los tuyeros como la savia en los árboles.
Cipriano no solo fue un docente que sembró semillas de conocimiento en las mentes ávidas de los niños de Río de Piedras, sino que también fue un cultor popular, creando trabajos y arreglos que hacía para los amaneceres y velorios de cruz como un canto a la vida, a la tierra y al amor. Su famosa composición, "Canto al Amanecer Tuyero", es un poema tejido con hilos de nostalgia y esperanza, donde las metáforas danzan al compás del cuatro, arpa y maracas. Cada verso es un suspiro y cada estrofa, un abrazo a la tierra que lo vio nacer.
Pero no solo la música y la literatura definieron el andar de Cipriano. En Río de Piedras, ese pueblo donde el tiempo parece detenerse y las piedras del río murmuran historias antiguas, conoció a una mujer cuyo nombre era como una melodía en sus labios: Cristina. Ella, de mirada dulce y serena y un corazón firme, era como una ceiba sólida ante los vientos, con ideas tan profundas como las raíces de los árboles que custodiaban el pueblo. Su amor no fue efímero como la brisa que acaricia los campos al atardecer, sino eterno y puro, como el agua que brota de los manantiales.
Cristina moldeó el carácter de Cipriano con la delicadeza de un alfarero que trabaja el barro. Le enseñó que el amor no es solo un sentimiento, sino un compromiso, una promesa que se renueva cada día con miradas y silencios. Bajo su influencia, Cipriano se convirtió en un hombre de palabra firme y corazón noble, cuya poesía no solo celebraba la belleza del amanecer, sino también la fortaleza de un amor que resistía el paso del tiempo
Las tardes en Río de Piedras eran un lienzo pintado con los colores de los atardeceres. Cipriano y Cristina paseaban por la orilla del río, donde las piedras pulidas por el agua brillaban como diamantes bajo la luz del sol. Él le declamaba hermosos poemas al oído, y ella sonreía, mientras el viento llevaba sus versos hacia los cerros, como si quisiera compartir su felicidad con todo el caserío. El río, testigo mudo de sus encuentros, murmuraba su aprobación con un suave rumor que se mezclaba con el trinar de gonzalitos y arrendajos.
El tiempo pasó, pero el amor de Cipriano y Cristina no envejeció. Como las montañas que custodian el valle, su cariño permaneció firme e inquebrantable. Y aunque Cipriano dejó este mundo, su canto sigue vivo en el amanecer tuyero, en el susurro cantarino del río y en el corazón de aquellos que aún recuerdan al hombre que ofrendó a la vida, un hermoso amanecer.
Así, en el Valle del Tuy, donde el sol sigue asomándose tímido entre las montañas, y con el canto del gallo llegan los claros del día, el legado de Cipriano Alberto Moreno perdura como un canto eterno al amor, a la tierra y al amanecer tuyero.
20 de mayo de 2025
Mauricio, el Encanto. (Por el Prof. José Núñez).
Hace más de siglo y medio, cuando el tiempo aún caminaba despacio y las noches eran un oscuro terciopelo, nació Mauricio. Su llegada al mundo no fue como la de cualquier niño. Aquella noche, llovió con tanta fuerza que los ríos crecieron, las quebradas rugieron como bestias embravecidas y los árboles se inclinaron en reverencia, era como si la naturaleza, decidiera bautizar la tierra con un diluvio eterno. Los animales, en un coro silencioso, rodearon la humilde vivienda donde yacía su madre, una mujer de sangre quiriquire, mientras el viento susurraba melodías ancestrales. Era como si la naturaleza entera hubiera decidido dar la bienvenida a aquel niño, hijo de un realista perdido y confundido en sus ideales y de una mujer que llevaba en sus venas la savia de la tierra.
Mauricio creció entre el murmullo de los montes y el arrullo de las aguas. Era un niño distinto, con ojos que parecían espejos. Mientras otros jugaban, él se perdía en los parajes vegetales de la montaña, donde los jaguares lo miraban sin atreverse a tocarlo y las mapanares y cascabeles se deslizaban a su lado como si fueran sus guardianes. Su madre, con el corazón apretado de preocupación, le rogaba que no se alejara tanto. Pero Mauricio solo sonreía y le contaba cómo la señora del Pozo del Guásimo lo guiaba por galerías secretas que conectaban las montañas. —“Soy el puente entre el hombre y la naturaleza”, le decía, pero sus palabras eran como semillas que caían en tierra árida, pues nadie las comprendía.
Un día, el destino lo llevó al pueblo de Ocumare. Bajó con un encargo de la señora del Pozo del Guásimo, pero su presencia despertó sospechas. Los policías, con miradas recelosas y manos ásperas, lo detuvieron. “¿Quién eres?”, le preguntaron, pero Mauricio no llevaba identificación. Lo amarraron como a un criminal y lo llevaron ante el jefe de la policía, un hombre de bigote grueso y risa burlona. “Podría ser un guerrillero”, murmuraron entre dientes. Mauricio, con la serenidad de quien conoce los secretos del viento, les advirtió: “Si no me sueltan, habrá un diluvio”.
El jefe de policía soltó una carcajada que resonó como un trueno falso. "¡Un diluvio en pleno verano y en Ocumare!”, dijo entre risas. Pero esa misma noche, mientras el pueblo dormía bajo un cielo estrellado, las nubes se agolparon de repente, como un ejército silencioso. A la medianoche, comenzó a llover. No era una lluvia cualquiera, sino un torrente que parecía salido de las entrañas mismas de la tierra. Los ríos Súcuta y Marare se desbordaron, y el mismo Tuy se desbordó también. Las calles se convirtieron en corrientes de agua y lodo, y la jefatura de policía se anegó completamente. La gente, asustada, corrió a refugiarse en las colinas. Solo entonces comprendieron que aquel joven no era un hombre común.
El cura del pueblo, con su sotana empapada, fue a pedir la liberación de Mauricio. Al llegar, encontraron al jefe de policía, pálido y tembloroso, quien ya lo había soltado. En cuanto Mauricio pisó la calle, la lluvia cesó. El cielo azul se abrió como un telón, y un sol radiante iluminó Ocumare. Mauricio no dijo una palabra. Simplemente se internó de nuevo en los montes, donde las sombras lo recibieron como a un viejo amigo.
Desde entonces, se convirtió en el Guardián de la Cueva del Peñón, un protector de la naturaleza que castiga a quienes la dañan. Los tuyeros cuentan que aún lo ven, con su sombrero de alas anchas, su liquiliqui impecable y sus alpargatas gastadas. Se pasea por el terminal de Ocumare, comprando tabaco y aguardiente, pero nadie se atreve a aceptar nada de él. Dicen que, si lo haces, podrías ser el próximo en tomar su lugar, convirtiéndote en el nuevo guardián de aquella montaña majestuosa que vigila los Valles del Tuy.
La leyenda de Mauricio sigue viva, como un susurro que viaja de generación en generación, recordándoles a los tuyeros que la naturaleza tiene un alma, y que hay quienes la protegen desde las sombras, donde el tiempo no llega y la magia nunca muere.
¡Me Quitaron mi pea! (Por el Prof. José Núñez).
Cuando llegué, imbuido de la autoridad que otorga el conocimiento adquirido de años de servicio, mi verbo se desató en términos clínicos, explicando con vehemencia protagónica los intrincados caminos del etanol en el organismo, la danza siniestra de los radicales libres, la cascada de desequilibrios que asolaban el cuerpo de José.
—Ya verán —sentencié a los bachilleres, con la certeza de quien cree dominar las leyes de la biología— cómo doblegaremos la embriaguez, cómo expulsaremos al intruso tóxico.
Mi voz resonaba en la sala, cortante y segura, mientras dictaba a la enfermera las indicaciones precisas, los antídotos químicos para borrar, al menos momentáneamente, el sufrimiento visible.
Horas después, la quietud reinaba en la sala. Antes de convocar a los internos para la revista médica y continuar con mi labor pedagógica, me acerqué a la camilla donde José permanecía. Estaba sentado, la espalda encorvada, la mirada fija en las baldosas grises, parecía ausente.
—¿Cómo te sientes, José? —pregunté, con un tono que buscaba ser amable, quizás con un apice de la curiosidad clínica que me caracterizaba.
Su cabeza se levantó lentamente, los ojos enrojecidos e inyectados en una tristeza profunda me escrutaron con una mezcla de incredulidad y amargura.
—¿Y cómo me voy a sentir, Doctor?… ¡Me quitaron mi pea! —exclamó, con una voz ronca, cargada de un reproche sordo.
Un silencio denso se instaló entre nosotros, solo interrumpido por el leve goteo de un suero en la sala contigua. Luego, José continuó, con su mirada perdida de nuevo en el suelo:
—Mire, Doctor, yo trabajo duro, de lunes a viernes, apretando tuercas en el taller. Mis manos… —levantó sus manos callosas, mostrando las cicatrices de su esfuerzo diario, — mis manos no conocen el descanso. Mi mamá está enferma, postrada en cama, y yo soy el único que la mantiene, el único clavo al que se agarra.
Su voz se quebró ligeramente antes de retomar el hilo de su dolorosa letanía.
—Mi mujer se fue… se fue porque a mi muchachito, lo mató un malandro. Ella… ella me echó la culpa, como si yo hubiera podido evitar esa desgracia. La rabia me consumía, Doctor, y le caí a «coñazos» a otro malandro, un animal igual al que me arrebató a mi hijo. Por eso me llevaron preso. Cuando salí… cuando salí, ya me habían robado todo en el rancho. Se habían llevado hasta los recuerdos.
El silencio volvió a caer, esta vez más pesado, cargado de la injusticia cruda de su relato. Yo, que había llegado con mis esquemas y mis protocolos, sentía cómo la frialdad de la ciencia se derretía ante la magnitud del sufrimiento humano. Pensé en lo fácil que era, en ocasiones, reducir un ser humano a un conjunto de síntomas, diagnosticar una enfermedad sin ver la trama compleja de su existencia. En realidad, el diagnóstico urgente no era el suyo, sino el de una sociedad enferma, de instituciones que fallaban, de una conciencia colectiva adormecida ante el dolor ajeno.
José suspiró profundamente y prosiguió... Su voz, era ahora un murmullo sombrío:
—A veces, cuando camino por la calle, veo una mujer bonita y me da una rabia… una rabia que me quema por dentro, porque sé que yo no puedo ofrecerle nada. Veo un policía con su uniforme y su pistola, y la rabia es peor, porque ellos no ven el sufrimiento de uno, solo ven al borracho. Veo un niño jugando y la rabia me aprieta el pecho, porque mi niño… mi niño ya no juega. Y si un perro se me cruza, Doctor… le juro que a veces no me aguanto y le suelto una patada.
Bajó aún más la voz, casi un susurro, y su mirada se detuvo en sus propias manos, como si ellas fueran las culpables de sus oscuros pensamientos.
—A veces… a veces me dan ganas de matar… ¡Sí, de matar!… —la confesión cruda flotó en el aire, cargada de desesperación.
¿Qué podía decirle yo, con mis tratados de fisiología y mis recetas médicas? Mis palabras parecían huecas, insuficientes ante la magnitud de su quebranto. La ciencia, tan precisa para descifrar los misterios del cuerpo, se mostraba impotente ante las heridas del alma.
En un impulso torpe, casi avergonzado, rebusqué en mi bolsillo y saqué un billete arrugado. Se lo ofrecí con la mirada baja, sintiendo la incongruencia de mi gesto.
—Coño, viejo… perdóname… —murmuré, la disculpa brotó sincera con una comprensión tardía. —Anda… vete… y trata de agarrar tu pea otra vez.
El billete quedó en su mano como una limosna insignificante ante el océano de su dolor. José me miró con una mezcla de sorpresa y resignación, quizás entendiendo que en ese momento, mi humanidad, aunque tardía y torpe, era lo único que podía ofrecerle. (Adaptado de "Crónicas Oscuras de un Hospital Venezolano" de los Dres. Pedro Lizardo y Arnaldo Sánchez).
Graciela, la Tamborera. (Por el Prof. José Núñez).
El nombre de Graciela se dibuja con líneas indelebles en la memoria colectiva de Ocumare del Tuy, como el perfil de las montañas que abrazan el valle.
Graciela no es una estatua en una plaza, sino la plaza misma, el bullicio constante de la vida cultural que palpita en cada rincón del pueblo. Su casa, de paredes coloridas y un patio donde siempre florecían las cayenas, rojas como lenguas de fuego, era un santuario de tradiciones. Allí, entre el aroma a dulce de lechosa y el repique constante de algún instrumento musical, junto a los amigos de la esquina, se enhebraban los hilos de la identidad tuyera.
Cuando llegaba el mes de mayo, con su promesa de lluvias y la explosión de colores en los campos, la casa de Graciela se convertía en el epicentro de los Velorios de Cruz. Las voces graves de los hombres entonaban décimas ancestrales, mientras las mujeres, con sus faldas floreadas y el brillo de la fe en los ojos, respondían con cantos melodiosos que parecían ascender como volutas de incienso hacia el cielo estrellado de las noches ocumareñas. Graciela, con su voz curtida por años de cantar a la vida y a la muerte, guiaba el ritual con la solemnidad de una sacerdotisa y la calidez de una madre. Sus manos, fuertes y sabias, marcaban el ritmo sobre la mesa adornada con flores junto a la cruz engalanada, como si tocaran las fibras mismas del alma tuyera.
Pero la presencia de Graciela no se limitaba a la devoción silenciosa. Cuando la parranda tuyera irrumpía en las calles, con la alegría del cuatro, el repique juguetón de las maracas y el galopar rítmico de la bandola, allí estaba Graciela, "la tamborera", como la conocían con cariño y respeto. Su cuerpo, aunque ya maduro, se movía con la gracia de los bambúes al viento, cada 24 de junio en las celebraciones a San Juan Bautista, donde los cantos de mina tenían un rol protagónico, contagiando a jóvenes y viejos con la alegría desbordante de la música, sus manos, las mismas que adornaban la Cruz de Mayo, también podían golpear el tambor con fuerza y ritmo, extrayendo sonidos ancestrales que hablaban de cosechas abundantes, de amores furtivos y de la profunda conexión del hombre con su tierra.
Las fiestas patronales eran su escenario favorito; allí la labor de Graciela florecía como la flor de caña dulce en tiempo de zafra. Ella era el alma de la fiesta, la que conseguía las flores para adornar la iglesia, la que coordinaba a los músicos, la que se aseguraba de que no faltara el sancocho humeante para alimentar a los peregrinos. Su liderazgo no se imponía con gritos, sino que emanaba de su profundo conocimiento de las costumbres y de su amor incondicional por su pueblo.
Más allá de las celebraciones, Graciela era una maestra en el sentido más amplio de la palabra. En su patio, bajo la sombra generosa de un mamón, reunía a las madres y jóvenes del vecindario y les enseñaba los secretos de la cultura local. Pero su mayor legado residía en la transmisión oral de aquellos relatos que daban forma a la identidad de Ocumare. Con una voz llena de matices, les contaba las leyendas de los indios quiriquires, la historia de Mauricio y las anécdotas de los viejos del pueblo, preservando así un tesoro intangible que no cabía en ningún libro.
Su nombre, Graciela Cortez, no resonaba en los libros escolares, ni su rostro aparecía en las revistas y periódicos de gran circulación. Sin embargo, en cada nota de una parranda, en cada verso de un velorio, en cada sabor de un zarao, en cada relato transmitido al oído de un joven, su presencia era palpable, como la brisa fresca que recorría el valle al atardecer.
Graciela, es considerada un símbolo de la resistencia cultural afrotuyera, representando a esas figuras silenciosas, a esos pilares anónimos que sostienen la rica armazón cultural de nuestros pueblos. Es la encarnación de la tradición cultural en su máxima expresión, la guardiana de un legado que se transmite de corazón a corazón, de generación en generación. Su vida, tejida con los hilos de la tradición y el amor por su tierra, representa un canto constante a la identidad de Ocumare del Tuy, demostrando que la verdadera historia de un pueblo se escribe no solo en los libros, sino también en la memoria viva de su gente, en el eco persistente de un tambor que sigue latiendo con fuerza en el corazón de los Valles del Tuy.
27 de abril de 2025
El Rugir de la Libertad. (Por el Prof. José Núñez)
El amanecer del 12 de febrero de 1814 se alzaba sobre los valles de Aragua con un fulgor que presagiaba el destino de una nación. El cielo, pintado de tonos dorados y carmesí, se extendía como un manto sobre el campo de batalla, donde la libertad y la tiranía se enfrentaban en un duelo épico, histórico. En el corazón de aquel valle, la ciudad de La Victoria se erguía como un bastión de esperanza, custodiada por el indomable espíritu de José Félix Ribas y sus valientes jóvenes soldados.
Ribas, con el fuego de la patria ardiendo en su mirada, arengó a sus tropas con palabras que resonaron como truenos en el alma de cada uno de ellos: “¡Soldados! Hoy no luchamos solo por nuestra tierra, sino por el futuro de nuestras familias, por la dignidad de nuestro pueblo. ¡Hoy, la gloria nos espera, y la muerte no será más que un paso hacia la inmortalidad!”. Su voz, cargada de pasión, se inflamó como un canto en los corazones de aquellos jóvenes, casi niños, muchos de ellos estudiantes aún, quiénes decidieron empuñar las armas con la determinación de gigantes.
El enemigo, las fuerzas realistas, comandadas por José Tomás Boves, avanzaba como una sombra oscura, un monstruo de hierro y fuego que buscaba devorar la luz de la libertad. Sus filas, numerosas y bien armadas, parecían invencibles, pero Ribas, con la astucia de un lobo y la valentía de un león, supo que la verdadera fuerza está en el coraje y la convicción de carácter.
El fragor de la batalla estalló como una tormenta repentina. Los cañones rugieron, desgarrando el silencio con su estruendo, y el humo de la pólvora envolvió el campo con un velo gris. Los jóvenes patriotas, con sus uniformes raídos, pero sus espíritus indomables, se lanzaron al combate con un grito que parecía sacado de las entrañas mismas de la tierra: “¡Viva la patria!”. Cada golpe de sus espadas, cada disparo de sus fusiles, era un canto a la libertad, una estrofa de un poema épico que se escribía, aquella mañana, con sangre y valor.
Ribas, montado en su corcel, era la encarnación misma de la resistencia. Su figura, envuelta en el humo de la batalla parecía un espectro de la guerra, incansable y feroz. Con cada orden, con cada movimiento, guiaba a sus hombres como un maestro dirige una sinfonía, donde el sonido de las balas y los gritos de los combatientes eran las notas de una melodía trágica y hermosa.
Las horas pasaron, y el sol, testigo mudo de aquella contienda, comenzó a declinar en el horizonte. La batalla era una danza frenética, un torbellino de vida y muerte. Los jóvenes, agotados pero imbatibles, resistieron cada embestida del enemigo con una tenacidad que parecía sobrenatural. Y entonces, cuando el día agonizaba, llegó el momento decisivo. Ribas, con una mirada que brillaba como el acero de su espada, ordenó la carga final.
“¡Adelante, hijos de la patria! ¡Por la libertad, por la gloria, por Venezuela!”, gritó, y sus palabras fueron como un rayo que electrizó a sus hombres. Con un ímpetu arrollador, los patriotas se lanzaron sobre el enemigo, rompiendo sus filas como un río desbordado que arrasa todo a su paso. El grito de victoria se alzó como un trueno, y las fuerzas de Boves, derrotadas, huyeron en desbandada.
El campo de batalla, cubierto de los restos de la lucha, quedó en silencio. El sol, ya en el ocaso, tiñó de rojo el cielo, como si la tierra misma llorara a sus hijos caídos. Ribas, con el rostro cansado pero iluminado por la victoria, miró a sus hombres y supo que aquel día no solo habían ganado una batalla, sino que habían forjado el alma de una nación.
La Batalla de La Victoria se convirtió en un símbolo eterno de coraje y sacrificio. Aquellos jóvenes, muchos de los cuales no verían el amanecer del día siguiente, se convirtieron en héroes inmortales, sus nombres quedaron grabados en el mármol de la historia. Y Ribas, el león de La Victoria, pasó a la posteridad como un titán de la libertad, un hombre cuyo espíritu indomable iluminó el camino hacia la independencia.
24 de diciembre de 2024
En la cumbre de Ayacucho. (Por el Prof. José Núñez)
El viento azotaba el rostro del futuro Mariscal, llevándose consigo el aliento de las alturas andinas. Desde la cima de Ayacucho, observaba el inmenso y accidentado campo de batalla, un tablero de ajedrez donde se jugaba el destino de un continente. La responsabilidad pesaba sobre sus hombros, como una losa de granito. Era el año 1824, y la suerte de América del Sur pendía de un hilo muy delgado.
Antonio José de Sucre, con la mirada fija
en la fría y húmeda serranía, repasaba mentalmente su estrategia. Sabía que la
victoria no estaba asegurada, que el ejército realista, curtido en mil
batallas, lucharía con ferocidad. Pero también sabía que llevaba consigo la
confianza del Libertador, que lo impulsaba en una batalla que se desataba con
una furia inusitada. El estruendo de los cañones retumbaba en los Andes,
mientras las balas surcaban el aire, segando vidas de bando y bando. Sucre, al
frente de sus tropas, inspiraba valor y coraje, bajo los buenos augurios de un
majestuoso cóndor que sobrevolaba el campo de batalla, animando a las tropas
patriotas con sus roncos aullidos. Sucre, cabalgaba de un lado a otro, animando
a sus soldados, asegurándose de que cada movimiento fuera preciso y letal.
La lucha fue encarnizada, los realistas
resistieron con bravura, pero la disciplina y determinación de los patriotas
prevalecieron.
Sucre, victorioso pero con el rostro marcado por la fatiga y la emoción, contempló el campo de batalla. La libertad había triunfado. En ese instante, comprendió que había cumplido con su misión, la tarea encomendada por el Libertador. La batalla de Ayacucho, no solo había sellado la independencia del Perú, sino que había abierto las puertas a un nuevo amanecer para toda América. Desde entonces, el nombre de Antonio José de Sucre quedó grabado en la historia como el Gran Mariscal de Ayacucho, el hombre que, en la cumbre de los Andes, forjó el destino de un continente.
Video presentado por los estudiantes Jonatan Espina y Yarislet Correa de 5to año sección A, del C.E.E . Monseñor Rafael Pérez León, con motivo del Bicentenario de la Batalla de Ayacucho.Un eco en el corazón de los tuyeros. (Por el Prof. José Núñez)
23 de diciembre de 2024
Mis recuerdos de Ocumare (Por el Prof. José Núñez))
Mi abuela me tomaba de la mano y salíamos a recorrer el pueblo. Los artesanos, con su manos curtidas por el trabajo, creaban verdaderas obras de arte. Veía como las alpargatas cobraban vida bajo las hábiles manos del talabartero, y los sombreros de cogollo se transformaban en elegantes accesorios. El aroma del barro cocido me llevaba hasta los alfareros, donde las tinajas y pimpinas tomaban forma en sus manos.
Pero lo que más me gustaba era el río Ocumarito. Su aguas cristalinas nos invitaban a bañarnos, mientras las abuelas aprovechaban para lavar la ropa. Mi abuelo, con su paciencia infinita, me enseñaba a lanzar el anzuelo. Y cuando por fin sentíamos el tirón de un pez, la emoción era indescriptible. Después, con leña recolectada en los alrededores, preparábamos un delicioso sancocho de corroncho. El sabor ahumado de la sopa se mezclaba con las hierbas aromáticas, creando un plato que era una verdadera fiesta para el paladar.
Al caer la noche, nos reuníamos alrededor de una fogata. Mi abuela nos contaba las historias de Mauricio, el encanto y de fantasmas y duendes que habitaban por las montañas de La Guamita. El manto de la noche nos envolvía con una sensación de ternura y bienestar.
Aquellos días en Ocumare fueron los más felices de mi infancia. Los paseos por el pueblo, el olor a tierra mojada, el sabor del sancocho, pero sobre todo, la calidez de las personas que allí vivían, quedaron grabados en mi corazón. Cada vez que cierro los ojos, puedo volver a sentir la emoción de aquellos años.
21 de octubre de 2024
La Sabana de Ocumare durante la época colonial según el Obispo Mariano Martí y otros historiadores
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Obispo Mariano Martí
(1720 - 1792)
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La Sabana de Ocumare desde el punto de vista de otros historiadores
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José de Oviedo y Baños (1671 - 1738) |

Joseph Solano y Bote (1726 -1806) |
30 de noviembre de 2023
Dionisio Cisneros – El Último Realista
Dionisio Ramón del Carmen Cisneros Guevara, nació en la población de Baruta el 8 de abril de 1793, fue hijo del mestizo Juan Antonio Cisneros y su madre fue una india llamada Paula Antonia Guevara, su fe de bautismo quedó registrada en el libro 6 de Bautizos, folio 244 ubicado en la Parroquia Nuestra Señora del Rosario de Baruta (dato tomado de Valderrama y Figuera). Cisneros de niño se crió en la población de Santa Lucía y luego de joven trabajó como arriero de recuas para un hombre llamado José García, en Baruta, llevando mercancías entre Caracas, los Valles del Tuy, los Valles de Aragua y el alto llano, lo cual le permitió adquirir, en ese entonces, un vasto conocimiento de los caminos y parajes de las regiones de los Mariches, la cadena montañosa del centro-norte y de la cordillera del interior del Valle del Tuy.
De la procedencia de Cisneros nos dice José Domingo Díaz, en su obra Recuerdos sobre la rebelión de Caracas, (publicada por primera vez en España en 1829), lo siguiente: Este era un vecino natural del pueblo de Baruta, distante tres leguas de ella, arriero de profesión, de una conducta irreprensible, de una claridad de entendimiento poco común, de un valor sin término, y de una fidelidad heroica, (pág. 316).
Existen pocos datos de la actividad y de los cargos que desempeñó Cisneros durante el proceso de la independencia, y todos los registros apuntan a que tomó las armas en favor de la causa realista el año de 1820, en su Autobiografía José Antonio Páez refiere: "...un indio llamado José Dionisio Cisneros, que había sido sargento del ejército español, y servidor en sus filas por mucho tiempo". En su obra, José Domingo Díaz, refiriéndose a este hecho, apunta que: "entró en 1820 a servir voluntariamente de soldado de caballería, en la columna que fue deshecha por Bermúdez en el pueblo de Santa Lucía, agregándose después de aquella derrota a la división del brigadier Pereira" (pág. 316). En este apunte Díaz hace alusión a la Batalla de Santa Lucía del Tuy, librada el 28 de mayo de 1821 en el sitio de Macuto, entre el ejército republicano comandado por José Francisco Bermúdez y el ejército realista comandado por el Coronel José Pereira, luego Cisneros al saber de la noticia de Carabobo, se separa del Batallón a la orden del coronel Pereira y se va a las montañas, acompañado de otros de sus compañeros de armas, inician una resistencia armada que durará por espacio de algo más de una década. A partir de ese momento Cisneros y otros de sus compañeros de armas, entre indios, mulatos, zambos y alguno que otro blanco de orilla, se internan en la espesura de las selvas de la cordillera del interior en los Valles del Tuy, crean una resistencia, que no solo hostigó a las autoridades republicanas, sino que se encargó de atacar sistemáticamente a las principales haciendas y centros de producción agrícolas de los cantones o poblaciones cercanas a Caracas, especialmente a las del Tuy y Barlovento, porque eran su principal fuente de abastecimiento de alimentos y otros rubros como carbón y leña. Páez en su autobiografía expresó: “por espacio de once años estuvo recorriendo los valles del Tuy, hasta las inmediaciones de Caracas, cometiendo impunemente todo género de tropelías; pues atrincherado con los suyos en los montes y vericuetos inaccesibles, se defendía con ventaja de las fuerzas del gobierno”.
5 de noviembre de 2023
Aventura en Los Confines (Un relato costumbrista). Por Adrián Núñez.
A mis amigos de “Monseñor”:
Al recordar...
Contemplo simples florecitas y mariposas,
en su danza de polen y colores.
Admiro las piedras del camino,y atesoro el dulce canto que las aves inquietas,
le brindan al amigo.
Evoco un tenue color, como de niebla limpia,
que rodea el pedazo de universo que es mi reino y
colinas escarpadas emergen al paso de mi mirada...
28 de abril de 2023
Lino Gallardo y el Himno Nacional de Venezuela.
Lino Gallardo, nació en La Sabana de Ocumare, en el año 1773, fueron sus padres Rudesindo Gallardo y Bárbara Timotea Aguado, ambos pardos libres. Gallardo quedó huérfano a temprana edad. Fue rescatado por Juan Manuel Olivares, quien era músico, violinista, organista, compositor, y constructor de instrumentos musicales, este lo llevó a su casa y lo alojó hasta 1792; en este hogar recibió sus enseñanzas musicales.
El investigador y estudioso de la música, Alberto Calzavara, en su libro “Historia de la música venezolana” (1987, página 137), explica de manera irrefutable, que nuestro Gloria al bravo pueblo, nació como un canto emocional, en un momento de inspiración patriótica, en los mismos albores de la independencia.
Según las investigaciones de Calzavaras, el compositor de la letra del Himno Nacional fue el maestro Andrés Bello.
Con respecto al autor de la música de nuestro Himno Patrio, el investigador subraya,que ya para 1840, esta canción se conocía como la “Marsellesa Venezolana”, y reafirma que la misma es obra de nuestro fecundo compositor Lino Gallardo, quien interpretó felizmente en ella el ardor épico de nuestros pueblos en la época gloriosa de la independencia nacional.
El nombre de Lino Gallardo, según Calzavaras, aparece en partituras antiguas del Himno Nacional, lo que no ocurre con Juan José Landaeta.
Lino Gallardo, fue uno de los pocos pardos que desde el principio apoyaron el movimiento revolucionario. Luego del 19 de abril, se le veía recorrer las calles de la capital entonando las canciones patrióticas de la época.
Tomado de: http://www.efemeridesvenezolanas.com/html/himno.htm
https://www.venezuelatuya.com/biografias/lino_gallardo.htm
http://www.eduparra75.com/2007/01/el-verdadero-himno-nacional-de.html