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13 de junio de 2025

Un Canto al Amanecer de Cipriano.

    En El Manguito, parroquia La Democracia, donde el sol se asoma tímido entre las montañas y el rocío de la mañana besa la tierra como un amante fiel, nació Cipriano Alberto Moreno en el año 1935. El Distrito Tomás Lander, con sus pueblos y caseríos de calles de tierra y casas de bahareque, fue testigo de sus primeros pasos, de sus risas infantiles y de los acordes iniciales del cuatro. Cipriano, como el río que atraviesa el valle, llevaba en su alma la melodía del joropo y la décima, ritmos que fluyen entre las venas de los tuyeros como la savia en los árboles.

     Cipriano no solo fue un docente que sembró semillas de conocimiento en las mentes ávidas de los niños de Río de Piedras, sino que también fue un cultor popular, creando trabajos y arreglos que hacía para los amaneceres y velorios de cruz como un canto a la vida, a la tierra y al amor. Su famosa composición, "Canto al Amanecer Tuyero", es un poema tejido con hilos de nostalgia y esperanza, donde las metáforas danzan al compás del cuatro, arpa y maracas. Cada verso es un suspiro y cada estrofa, un abrazo a la tierra que lo vio nacer.

     Pero no solo la música y la literatura definieron el andar de Cipriano. En Río de Piedras, ese pueblo donde el tiempo parece detenerse y las piedras del río murmuran historias antiguas, conoció a una mujer cuyo nombre era como una melodía en sus labios: Cristina. Ella, de mirada dulce y serena y un corazón firme, era como una ceiba sólida ante los vientos, con ideas tan profundas como las raíces de los árboles que custodiaban el pueblo. Su amor no fue efímero como la brisa que acaricia los campos al atardecer, sino eterno y puro, como el agua que brota de los manantiales.

     Cristina moldeó el carácter de Cipriano con la delicadeza de un alfarero que trabaja el barro. Le enseñó que el amor no es solo un sentimiento, sino un compromiso, una promesa que se renueva cada día con miradas y silencios. Bajo su influencia, Cipriano se convirtió en un hombre de palabra firme y corazón noble, cuya poesía no solo celebraba la belleza del amanecer, sino también la fortaleza de un amor que resistía el paso del tiempo

     Las tardes en Río de Piedras eran un lienzo pintado con los colores de los atardeceres. Cipriano y Cristina paseaban por la orilla del río, donde las piedras pulidas por el agua brillaban como diamantes bajo la luz del sol. Él le declamaba hermosos poemas al oído, y ella sonreía, mientras el viento llevaba sus versos hacia los cerros, como si quisiera compartir su felicidad con todo el caserío. El río, testigo mudo de sus encuentros, murmuraba su aprobación con un suave rumor que se mezclaba con el trinar de gonzalitos y arrendajos.

     El tiempo pasó, pero el amor de Cipriano y Cristina no envejeció. Como las montañas que custodian el valle, su cariño permaneció firme e inquebrantable. Y aunque Cipriano dejó este mundo, su canto sigue vivo en el amanecer tuyero, en el susurro cantarino del río y en el corazón de aquellos que aún recuerdan al hombre que ofrendó a la vida, un hermoso amanecer.

     Así, en el Valle del Tuy, donde el sol sigue asomándose tímido entre las montañas, y con el canto del gallo llegan los claros del día, el legado de Cipriano Alberto Moreno perdura como un canto eterno al amor, a la tierra y al amanecer tuyero.

20 de mayo de 2025

Mauricio, el Encanto. (Por el Prof. José Núñez).



     En los Valles del Tuy, donde los ríos cuentan sus secretos al viento, existe una leyenda que ha tejido un hilo dorado en la memoria de los tuyeros. Es una historia que huele a tierra mojada, a café recién colado y a flores de clavellina. Es la leyenda de Mauricio, el Guardián de la Cueva del Peñón, una historia que se balancea entre la realidad y el misterio, como los cuentos narrados por el abuelo en las serenas noches de mi pueblo.

     Hace más de siglo y medio, cuando el tiempo aún caminaba despacio y las noches eran un oscuro terciopelo, nació Mauricio. Su llegada al mundo no fue como la de cualquier niño. Aquella noche, llovió con tanta fuerza que los ríos crecieron, las quebradas rugieron como bestias embravecidas y los árboles se inclinaron en reverencia, era como si la naturaleza, decidiera bautizar la tierra con un diluvio eterno. Los animales, en un coro silencioso, rodearon la humilde vivienda donde yacía su madre, una mujer de sangre quiriquire, mientras el viento susurraba melodías ancestrales. Era como si la naturaleza entera hubiera decidido dar la bienvenida a aquel niño, hijo de un realista perdido y confundido en sus ideales y de una mujer que llevaba en sus venas la savia de la tierra.

     Mauricio creció entre el murmullo de los montes y el arrullo de las aguas. Era un niño distinto, con ojos que parecían espejos. Mientras otros jugaban, él se perdía en los parajes vegetales de la montaña, donde los jaguares lo miraban sin atreverse a tocarlo y las mapanares y cascabeles se deslizaban a su lado como si fueran sus guardianes. Su madre, con el corazón apretado de preocupación, le rogaba que no se alejara tanto. Pero Mauricio solo sonreía y le contaba cómo la señora del Pozo del Guásimo lo guiaba por galerías secretas que conectaban las montañas. —“Soy el puente entre el hombre y la naturaleza”, le decía, pero sus palabras eran como semillas que caían en tierra árida, pues nadie las comprendía.

     Un día, el destino lo llevó al pueblo de Ocumare. Bajó con un encargo de la señora del Pozo del Guásimo, pero su presencia despertó sospechas. Los policías, con miradas recelosas y manos ásperas, lo detuvieron. “¿Quién eres?”, le preguntaron, pero Mauricio no llevaba identificación. Lo amarraron como a un criminal y lo llevaron ante el jefe de la policía, un hombre de bigote grueso y risa burlona. “Podría ser un guerrillero”, murmuraron entre dientes. Mauricio, con la serenidad de quien conoce los secretos del viento, les advirtió: “Si no me sueltan, habrá un diluvio”.

     El jefe de policía soltó una carcajada que resonó como un trueno falso. "¡Un diluvio en pleno verano y en Ocumare!”, dijo entre risas. Pero esa misma noche, mientras el pueblo dormía bajo un cielo estrellado, las nubes se agolparon de repente, como un ejército silencioso. A la medianoche, comenzó a llover. No era una lluvia cualquiera, sino un torrente que parecía salido de las entrañas mismas de la tierra. Los ríos Súcuta y Marare se desbordaron, y el mismo Tuy se desbordó también. Las calles se convirtieron en corrientes de agua y lodo, y la jefatura de policía se anegó completamente. La gente, asustada, corrió a refugiarse en las colinas. Solo entonces comprendieron que aquel joven no era un hombre común.

     El cura del pueblo, con su sotana empapada, fue a pedir la liberación de Mauricio. Al llegar, encontraron al jefe de policía, pálido y tembloroso, quien ya lo había soltado. En cuanto Mauricio pisó la calle, la lluvia cesó. El cielo azul se abrió como un telón, y un sol radiante iluminó Ocumare. Mauricio no dijo una palabra. Simplemente se internó de nuevo en los montes, donde las sombras lo recibieron como a un viejo amigo.

     Desde entonces, se convirtió en el Guardián de la Cueva del Peñón, un protector de la naturaleza que castiga a quienes la dañan. Los tuyeros cuentan que aún lo ven, con su sombrero de alas anchas, su liquiliqui impecable y sus alpargatas gastadas. Se pasea por el terminal de Ocumare, comprando tabaco y aguardiente, pero nadie se atreve a aceptar nada de él. Dicen que, si lo haces, podrías ser el próximo en tomar su lugar, convirtiéndote en el nuevo guardián de aquella montaña majestuosa que vigila los Valles del Tuy.
La leyenda de Mauricio sigue viva, como un susurro que viaja de generación en generación, recordándoles a los tuyeros que la naturaleza tiene un alma, y que hay quienes la protegen desde las sombras, donde el tiempo no llega y la magia nunca muere.

¡Me Quitaron mi pea! (Por el Prof. José Núñez).

     El sol ya declinaba sobre  el pueblo, tiñendo el cielo de tonos  naranjas y violetas, cuando la puerta de la Sala de Emergencias se abrió repentinamente. Un grupo de jóvenes estudiantes de pregrado escoltaba a José, cuyo cuerpo se tambaleaba entre ellos como un junco azotado por el viento. El hedor dulzón y agrio del alcohol, flotaba en el aire, mareando incluso a los jóvenes, casi médicos, que lo recibieron con un profesionalismo obligado.

  Cuando llegué, imbuido de la autoridad que otorga el conocimiento adquirido de años de servicio,  mi verbo se desató en términos clínicos, explicando con vehemencia protagónica los intrincados caminos del etanol en el organismo, la danza siniestra de los radicales libres, la cascada de desequilibrios que asolaban el cuerpo de José.

—Ya verán —sentencié a los bachilleres, con la certeza de quien cree dominar las leyes de la biología— cómo doblegaremos la embriaguez, cómo expulsaremos al intruso tóxico.

  Mi voz resonaba en la sala, cortante y segura, mientras dictaba a la enfermera las indicaciones precisas, los antídotos químicos para borrar, al menos momentáneamente, el sufrimiento visible.

  Horas después, la quietud reinaba en la sala. Antes de convocar a los internos para la revista médica y continuar con mi labor pedagógica, me acerqué a la camilla donde José permanecía. Estaba sentado, la espalda encorvada, la mirada fija en las baldosas grises, parecía ausente.

—¿Cómo te sientes, José? —pregunté, con un tono que buscaba ser amable, quizás con un apice de la curiosidad clínica que me caracterizaba.

Su cabeza se levantó lentamente, los ojos enrojecidos e inyectados en una tristeza profunda me escrutaron con una mezcla de incredulidad y amargura.

—¿Y cómo me voy a sentir, Doctor?… ¡Me quitaron mi pea! —exclamó, con una voz ronca, cargada de un reproche sordo.

Un silencio denso se instaló entre nosotros, solo interrumpido por el leve goteo de un suero en la sala contigua. Luego, José continuó, con su mirada perdida de nuevo en el suelo:

—Mire, Doctor, yo trabajo duro, de lunes a viernes, apretando tuercas en el taller. Mis manos… —levantó sus manos callosas, mostrando las cicatrices  de su esfuerzo diario, — mis manos no conocen el descanso. Mi mamá está enferma, postrada en cama, y yo soy el único que la mantiene, el único clavo al que se agarra.

   Su voz se quebró ligeramente antes de retomar el hilo de su dolorosa letanía.

—Mi mujer se fue… se fue porque a mi muchachito, lo mató un malandro. Ella… ella me echó la culpa, como si yo hubiera podido evitar esa desgracia. La rabia me consumía, Doctor, y le caí a «coñazos» a otro malandro, un animal igual al que me arrebató a mi hijo. Por eso me llevaron preso. Cuando salí… cuando salí, ya me habían robado todo en el rancho. Se habían llevado hasta los recuerdos.

  El silencio volvió a caer, esta vez más pesado, cargado de la injusticia cruda de su relato. Yo, que había llegado con mis esquemas y mis protocolos, sentía cómo la frialdad de la ciencia se derretía ante la magnitud del sufrimiento humano. Pensé en lo fácil que era, en ocasiones, reducir un ser humano a un conjunto de síntomas, diagnosticar una enfermedad sin ver la trama compleja de su existencia. En realidad, el diagnóstico urgente no era el suyo, sino el de una sociedad enferma, de instituciones que fallaban, de una conciencia colectiva adormecida ante el dolor ajeno.

  José suspiró profundamente y prosiguió... Su voz, era ahora un murmullo sombrío:

—A veces, cuando camino por la calle, veo una mujer bonita y me da una rabia… una rabia que me quema por dentro, porque sé que yo no puedo ofrecerle nada. Veo un policía con su uniforme y su pistola, y la rabia es peor, porque ellos no ven el sufrimiento de uno, solo ven al borracho. Veo un niño jugando y la rabia me aprieta el pecho, porque mi niño… mi niño ya no juega. Y si un perro se me cruza, Doctor… le juro que a veces no me aguanto y le suelto una patada.

  Bajó aún más la voz, casi un susurro, y su mirada se detuvo en sus propias manos, como si ellas fueran las culpables de sus oscuros pensamientos.

—A veces… a veces me dan ganas de matar… ¡Sí, de matar!… —la confesión cruda flotó en el aire, cargada de desesperación.

  ¿Qué podía decirle yo, con mis tratados de fisiología y mis recetas médicas? Mis palabras parecían huecas, insuficientes ante la magnitud de su quebranto. La ciencia, tan precisa para descifrar los misterios del cuerpo, se mostraba impotente ante las heridas del alma.

  En un impulso torpe, casi avergonzado, rebusqué en mi bolsillo y saqué un billete arrugado. Se lo ofrecí con la mirada baja, sintiendo la incongruencia de mi gesto.

—Coño, viejo… perdóname… —murmuré, la disculpa brotó sincera con una comprensión tardía. —Anda… vete… y trata de agarrar tu pea otra vez.

  El billete quedó en su mano como una limosna insignificante ante el océano de su dolor. José me miró con una mezcla de sorpresa y resignación, quizás entendiendo que en ese momento, mi humanidad, aunque tardía y torpe, era lo único que podía ofrecerle. (Adaptado de "Crónicas Oscuras de un Hospital Venezolano" de los Dres. Pedro Lizardo y Arnaldo Sánchez).

Graciela, la Tamborera. (Por el Prof. José Núñez).

      Al calor de los Valles del Tuy, donde el aroma a mango maduro subyugaba los sentidos, repiqueteaba un tambor; y Graciela Cortez, con su voz afinada, ensayaba una décima que le había compuesto su vecino Cipriano Moreno para el próximo velorio de Cruz de Mayo en Chaparral. Inquieta como picure, Graciela se echaba un guamazo, tapaba con una sábana la cruz y comenzaba su declamación.

     El nombre de Graciela se dibuja con líneas indelebles en la memoria colectiva de Ocumare del Tuy, como el perfil de las montañas que abrazan el valle.

     Graciela no es una estatua en una plaza, sino la plaza misma, el bullicio constante de la vida cultural que palpita en cada rincón del pueblo. Su casa, de paredes coloridas y un patio donde siempre florecían las cayenas, rojas como lenguas de fuego, era un santuario de tradiciones. Allí, entre el aroma a dulce de lechosa y el repique constante de algún instrumento musical, junto a los amigos de la esquina, se enhebraban los hilos de la identidad tuyera.

     Cuando llegaba el mes de mayo, con su promesa de lluvias y la explosión de colores en los campos, la casa de Graciela se convertía en el epicentro de los Velorios de Cruz. Las voces graves de los hombres entonaban décimas ancestrales, mientras las mujeres, con sus faldas floreadas y el brillo de la fe en los ojos, respondían con cantos melodiosos que parecían ascender como volutas de incienso hacia el cielo estrellado de las noches ocumareñas. Graciela, con su voz curtida por años de cantar a la vida y a la muerte, guiaba el ritual con la solemnidad de una sacerdotisa y la calidez de una madre. Sus manos, fuertes y sabias, marcaban el ritmo sobre la mesa adornada con flores junto a la cruz engalanada, como si tocaran las fibras mismas del alma tuyera. 

     Pero la presencia de Graciela no se limitaba a la devoción silenciosa. Cuando la parranda tuyera irrumpía en las calles, con la alegría del cuatro, el repique juguetón de las maracas y el galopar rítmico de la bandola, allí estaba Graciela, "la tamborera", como la conocían con cariño y respeto. Su cuerpo, aunque ya maduro, se movía con la gracia de los bambúes al viento, cada 24 de junio en las celebraciones a San Juan Bautista, donde los cantos de mina tenían un rol protagónico, contagiando a jóvenes y viejos con la alegría desbordante de la música, sus manos, las mismas que adornaban la Cruz de Mayo, también podían golpear el tambor con fuerza y ritmo, extrayendo sonidos ancestrales que hablaban de cosechas abundantes, de amores furtivos y de la profunda conexión del hombre con su tierra. 

     Las fiestas patronales eran su escenario favorito; allí la labor de Graciela florecía como la flor de caña dulce en tiempo de zafra. Ella era el alma de la fiesta, la que conseguía las flores para adornar la iglesia, la que coordinaba a los músicos, la que se aseguraba de que no faltara el sancocho humeante para alimentar a los peregrinos. Su liderazgo no se imponía con gritos, sino que emanaba de su profundo conocimiento de las costumbres y de su amor incondicional por su pueblo.

     Más allá de las celebraciones, Graciela era una maestra en el sentido más amplio de la palabra. En su patio, bajo la sombra generosa de un mamón, reunía a las madres y jóvenes del vecindario y les enseñaba los secretos de la cultura local. Pero su mayor legado residía en la transmisión oral de aquellos relatos que daban forma a la identidad de Ocumare. Con una voz llena de matices, les contaba las leyendas de los indios quiriquires, la historia de Mauricio y las anécdotas de los viejos del pueblo, preservando así un tesoro intangible que no cabía en ningún libro.

     Su nombre, Graciela Cortez, no resonaba en los libros escolares, ni su rostro aparecía en las revistas y periódicos de gran circulación. Sin embargo, en cada nota de una parranda, en cada verso de un velorio, en cada sabor de un zarao, en cada relato transmitido al oído de un joven, su presencia era palpable, como la brisa fresca que recorría el valle al atardecer.

    Graciela, es considerada un símbolo de la resistencia cultural afrotuyera, representando a esas figuras silenciosas, a esos pilares anónimos que sostienen la rica armazón cultural de nuestros pueblos. Es la encarnación de la tradición cultural en su máxima expresión, la guardiana de un legado que se transmite de corazón a corazón, de generación en generación. Su vida, tejida con los hilos de la tradición y el amor por su tierra, representa un canto constante a la identidad de Ocumare del Tuy, demostrando que la verdadera historia de un pueblo se escribe no solo en los libros, sino también en la memoria viva de su gente, en el eco persistente de un tambor que sigue latiendo con fuerza en el corazón de los Valles del Tuy.

27 de abril de 2025

El Rugir de la Libertad. (Por el Prof. José Núñez)

     

  El amanecer del 12 de febrero de 1814 se alzaba sobre los valles de Aragua con un fulgor que presagiaba el destino de una nación. El cielo, pintado de tonos dorados y carmesí, se extendía como un manto sobre el campo de batalla, donde la libertad y la tiranía se enfrentaban en un duelo épico, histórico. En el corazón de aquel valle, la ciudad de La Victoria se erguía como un bastión de esperanza, custodiada por el indomable espíritu de José Félix Ribas y sus valientes jóvenes soldados.

    Ribas, con el fuego de la patria ardiendo en su mirada, arengó a sus tropas con palabras que resonaron como truenos en el alma de cada uno de ellos: “¡Soldados! Hoy no luchamos solo por nuestra tierra, sino por el futuro de nuestras familias, por la dignidad de nuestro pueblo. ¡Hoy, la gloria nos espera, y la muerte no será más que un paso hacia la inmortalidad!”. Su voz, cargada de pasión, se inflamó como un canto en los corazones de aquellos jóvenes, casi niños, muchos de ellos estudiantes aún, quiénes decidieron empuñar las armas con la determinación de gigantes.

     El enemigo, las fuerzas realistas, comandadas por José Tomás Boves, avanzaba como una sombra oscura, un monstruo de hierro y fuego que buscaba devorar la luz de la libertad. Sus filas, numerosas y bien armadas, parecían invencibles, pero Ribas, con la astucia de un lobo y la valentía de un león, supo que la verdadera fuerza está en el coraje y la convicción de carácter.

     El fragor de la batalla estalló como una tormenta repentina. Los cañones rugieron, desgarrando el silencio con su estruendo, y el humo de la pólvora envolvió el campo con un velo gris. Los jóvenes patriotas, con sus uniformes raídos, pero sus espíritus indomables, se lanzaron al combate con un grito que parecía sacado de las entrañas mismas de la tierra: “¡Viva la patria!”. Cada golpe de sus espadas, cada disparo de sus fusiles, era un canto a la libertad, una estrofa de un poema épico que se escribía, aquella mañana, con sangre y valor.

     Ribas, montado en su corcel, era la encarnación misma de la resistencia. Su figura, envuelta en el humo de la batalla parecía un espectro de la guerra, incansable y feroz. Con cada orden, con cada movimiento, guiaba a sus hombres como un maestro dirige una sinfonía, donde el sonido de las balas y los gritos de los combatientes eran las notas de una melodía trágica y hermosa.

     Las horas pasaron, y el sol, testigo mudo de aquella contienda, comenzó a declinar en el horizonte. La batalla era una danza frenética, un torbellino de vida y muerte. Los jóvenes, agotados pero imbatibles, resistieron cada embestida del enemigo con una tenacidad que parecía sobrenatural. Y entonces, cuando el día agonizaba, llegó el momento decisivo. Ribas, con una mirada que brillaba como el acero de su espada, ordenó la carga final.

     “¡Adelante, hijos de la patria! ¡Por la libertad, por la gloria, por Venezuela!”, gritó, y sus palabras fueron como un rayo que electrizó a sus hombres. Con un ímpetu arrollador, los patriotas se lanzaron sobre el enemigo, rompiendo sus filas como un río desbordado que arrasa todo a su paso. El grito de victoria se alzó como un trueno, y las fuerzas de Boves, derrotadas, huyeron en desbandada.

     El campo de batalla, cubierto de los restos de la lucha, quedó en silencio. El sol, ya en el ocaso, tiñó de rojo el cielo, como si la tierra misma llorara a sus hijos caídos. Ribas, con el rostro cansado pero iluminado por la victoria, miró a sus hombres y supo que aquel día no solo habían ganado una batalla, sino que habían forjado el alma de una nación.

     La Batalla de La Victoria se convirtió en un símbolo eterno de coraje y sacrificio. Aquellos jóvenes, muchos de los cuales no verían el amanecer del día siguiente, se convirtieron en héroes inmortales, sus nombres quedaron grabados en el mármol de la historia. Y Ribas, el león de La Victoria, pasó a la posteridad como un titán de la libertad, un hombre cuyo espíritu indomable iluminó el camino hacia la independencia.